Deuda ¡perdonada!
Alejandra María Sosa Elízaga*
Un padre de familia debe tanto dinero de su tarjeta de crédito, que es absolutamente imposible que pueda pagarlo, y le angustia mucho pensar que pronto será ‘boletinado’ por ‘moroso’ en el ‘buró de crédito’, lo que afectará gravemente su reputación y le acarreará sanciones. En eso recibe una llamada del banco, le avisan que se ganó un premio: su deuda ha quedado ¡completamente saldada!
Un ama de casa ve con desánimo el quehacer acumulado, y se da cuenta de que no hay modo de que termine a tiempo de planchar ese altero de camisas de su esposo e hijos que les urge porque van a viajar. En eso encuentra en su buzón un volante de una nueva planchaduría que le ofrece de promoción plancharle el día de hoy, gratis, cierto número de prendas, ¡exacto las que necesita!
Un alumno debe una materia que le parece complicada, y para pasarla tiene que presentar un escrito comentando tantos libros, que se da cuenta de que es imposible que lo logre y de seguro reprobará. Entonces el maestro se apiada de él, y le da calificación aprobada.
Una secretaria tiene que transcribir y archivar unos documentos que se amontonan y amontonan sobre su escritorio, y por más que se afana en escribir y escanear lo más rápido que puede, comprende que no va a alcanzar a terminar ni la décima parte. En eso le avisan que el jefe le manda decir que puede archivar los documentos sin transcribir. Se ve repentinamente librada de ese agobio! ¡Puede irse a su hogar a descansar!
Quien ha pasado por situaciones como éstas, u otras similares, en las que se siente completamente abrumado por algo que no logra resolver, y luego se ve repentinamente liberado de aquello, sabe que se siente un alivio y una alegría indescriptibles.
Pues si así sucede en lo que toca a las cosas comunes que enfrentamos en nuestra vida cotidiana, ¡cuánto más en lo que respecta a nuestra vida espiritual!
Debido al pecado original, a esa tendencia que tiene todo ser humano de pretender ponerse en el lugar de Dios, de ser petulantemente autosuficiente y decidir por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, acumulamos y acumulamos una deuda inmensa de desaires, ofensas y pecados contra nuestro Creador, que no hubiéramos podido pagar ni con todas las obras buenas que se nos hubiera ocurrido realizar.
Desde un principio perdimos la amistad con Dios, y por nosotros mismos no hubiéramos podido recuperarla jamás.
¡Ah! Pero no estamos solos, no contamos únicamente con nosotros mismos y nuestros patéticos e insuficientes esfuerzos.
Dios se hizo Hombre, ¡qué idea tan genialmente misericordiosa!, para venir a ponerse en nuestro lugar y ¡pagar nuestra deuda!
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Col 2, 12-14), dice san Pablo: “Ustedes estaban muertos por sus pecados”, pero luego de esa realista y aparentemente desesperanzadora afirmación, dice que Dios nos dio “una vida nueva con Cristo, perdonándonos todos los pecados. Él anuló el documento que nos era contrario, cuyas cláusulas nos condenaban, y lo eliminó clavándolo en la cruz de Cristo”.
¡Démonos cuenta de lo que esto significa!
¡La más inmensa deuda jamás acumulada, nos ha sido enteramente perdonada!
Sin esfuerzo ni mérito de nuestra parte, Dios se compadeció de nosotros como sólo Él se sabe compadecer.
Recuperamos Su amistad, nos libramos de la irremediable condenación, ¡puso al alcance de nuestra mano la salvación!
Eso no significa que ya podamos considerarnos salvados, que ya ‘seamos salvos’, como dicen los hermanos separados.
Dios ha puesto en nuestras manos un regalazo incomparable, pero como todo regalo, hemos de aceptarlo, acogerlo, aprovecharlo.
Si lo dejamos envuelto, guardado en un ropero, lo desperdiciamos miserablemente.
Por eso alguna vez pidió san Pablo: “Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación” (Flp 2, 12c).
¿A qué se refiere?
A amarnos unos a otros como Jesús nos ama y nos pide que amemos (ver Jn 13, 34-35), realizar obras espirituales y corporales de misericordia; esforzarnos, en la medida de lo posible y con ayuda de Su gracia, por establecer en nuestro mundo, en nuestro medio, el Reino de Dios, es decir, el reinado de la paz, la verdad, la justicia, el perdón, la fraternidad.
Regocijémonos pues y agradezcamos que por la gran misericordia de nuestro Dios, nuestra deuda imposible está saldada, pero no olvidemos lo que dice san Pablo a los corintios (ver 1Cor 13), que no basta creer, que sin amar no somos ni alcanzamos nada.