La gloria
Alejandra María Sosa Elízaga*
El bebito que se tambalea dando sus primeros pasos y se regocija por las caras de alegría de sus papás y las manos que se le tienden para recibirlo y apapacharlo.
El niño que recita unas líneas en la obrita de teatro escolar, y se goza en las porras que le echa su familia desde la primera fila.
El joven que recibe su diploma universitario y voltea a sonreírle a la camarita que inmortaliza el momento.
La profesionista que tras su ponencia en un congreso, recibe, orgullosa, muchos aplausos.
El trabajador que presume en su casa de que el jefe lo alabó por su desempeño, y porque fue nombrado ‘empleado del mes’.
El ama de casa que presenta un platillo y se siente feliz de que lo alaben y le pregunten la receta. El abuelo que muestra sus recuerdos al nieto y disfruta de su admiración.
Desde la más tierna infancia hasta la vejez, el ser humano se siente bien cuando recibe alabanzas.
Y es que así como el girasol fue creado para que se vuelva de cara al sol, nosotros fuimos creados para anhelar la gloria.
Pero así como sería ridículo que el girasol se conformara con que lo iluminara un simple foco, también sería ridículo que nos conformáramos con la simple gloria que podemos recibir en este mundo.
Porque fuimos creados para una gloria que está muuuuy por encima de cualquier otra.
No hay felicitación, aprobación, aplauso, alabanza, que pueda igualarse a la verdadera gloria a la que estamos destinados.
Por ello, haremos bien en reconocer que nuestra sed de gloria, nunca se saciará en este mundo, así que más nos vale dejar de tratar de abrevarla de los charcos que nos rodean, que a duras penas la reflejan, y esperar más bien el inagotable manantial que nos espera.
En la Segunda Carta que se proclama este domingo en Misa (ver Col 1, 24-28) dice san Pablo que Cristo “es la esperanza de la gloria”.
En Cristo, gracias a Él, y por Él, tenemos la esperanza de alcanzar la gloria, la gloria del cielo, una gloria que jamás hubiéramos podido alcanzar por nosotros mismos.
Y la gloria que nos ofrece no es como la que ofrece el mundo, no es frívola ni pasajera, no consiste en tener honores o fama, ni en alcanzar alguna cima desde la cual vanagloriarnos antes de caer estrepitosamente.
La gloria que nos ofrece Cristo es perfecta porque es una participación de Su propia gloria, de la que tiene como Hijo del Padre, de la que ha gozado en el cielo desde siempre y para siempre.
Es contemplar Su gloria, extasiarnos en ella por toda la eternidad, es alcanzar una plenitud que no tiene comparación ni final.
Ésa es la gloria a la que estamos llamados, la que debemos anhelar, en la que hemos de poner nuestra esperanza, porque es la única que no nos dejará defraudados.