Mantenerse dentro
Alejandra María Sosa Elízaga*
Éste es uno de esos textos bíblicos que algunos malinterpretan a propósito para hacerlo decir lo que no dice.
El otro día una señora platicaba que un pariente suyo lo citó para justificar su alejamiento de la Iglesia.
Le dijo: ‘yo no necesito que nadie me enseñe nada, aprendo directo de Dios, como san Pablo’, y acto seguido le enseñó el texto que se proclama como Segunda Lectura en Misa este domingo (ver Gal 1, 11-19).
Dice el Apóstol: “El Evangelio que he predicado, no proviene de los hombres, pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno”, y más adelante añade que un día Dios “quiso revelarme a Su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos. Inmediatamente, sin solicitar ningún consejo humano, y ni siquiera ir a Jerusalén para ver a los apóstoles anteriores a mí, me trasladé a Arabia...”
¿Cómo entender esta afirmación del Apóstol? ¿De veras se estaba yendo por la ‘libre’?, ¿pensaba que se mandaba solo y no necesitaba de la Iglesia fundada por Cristo?
Si consideramos sus palabras aisladas, podría dar esa impresión, pero no si las situamos en contexto.
Para ello es necesario leer el inicio de su carta dirigida a los gálatas.
Allí descubrimos que san Pablo los regaña porque se han dejado convencer por unas gentes que les han predicado un Evangelio distinto al que él les predicó (ver Gal 1, 6-7).
Y que con intención de hacerles ver que no pueden ‘irse con la finta’ y creerle a cualquiera que venga a quererlos convencer de poner su fe en algo distinto a lo que él les ha enseñado, les hace ver que, a diferencia de lo que cualquiera puede enseñar, lo que él enseña, viene ni más ni menos que del propio Jesucristo.
De ahí su insistencia en hacerles ver que lo recibió directamente de Él.
No es su intención decir que no necesita a la Iglesia.
Para muestra basta un botón: Luego de que comenta que marchó directamente a Arabia, dice: “regresé a Damasco”.
¿Que sucedió en Damasco? Que él se había dirigido allí con intención de perseguir a los cristianos, y en el camino, se le apareció Jesús que le preguntó: “¿Por qué me persigues?”, una pregunta que dejaba ver claramente que Jesús se identificaba con los cristianos a los que Pablo (en ese momento todavía llamado Saulo), perseguía.
Dichos cristianos pertenecían a la Iglesia fundada por Jesús.
Jesús se identificaba (y se sigue identificando) con Su Iglesia.
A raíz de ese encuentro, Saulo quedó ciego. Lo llevaron de la mano a Damasco, y tres días después le impuso las manos Ananías, un miembro de la comunidad cristiana, enviado por Dios para que por su medio Saulo recobrara la vista y recibiera el Espíritu Santo (ver Hch 9. 1-19).
Si Dios hubiera querido que Saulo se mandara solo, le hubiera enviado el Espíritu directamente, pero quiso que lo recibiera como lo recibimos nosotros, a través de un miembro de la Iglesia.
Y luego, fue gracias a que un respetado miembro de la Iglesia, Bernabé, acompañó a Saulo y lo introdujo a las comunidades, éstas dejaron de desconfiar de la sinceridad de la conversión de éste, lo aceptaron y él pudo empezar a predicar (ver Hch 4, 36; 9, 26-28).
Y cuando surgió una controversia con relación a lo que se debía exigir a los paganos convertidos al cristianismo, él y Bernabé fueron a ver a la comunidad cristiana reunida en Jerusalén, en ese momento presidida por Pedro, y acataron lo que se determinó en lo que fue el primer Concilio de la historia, el ‘Concilio de Jerusalén’ (ver Hch 15).
Queda claro que a pesar de que Pablo recibió revelaciones directas de Jesucristo, jamás se le ocurrió quedarse al margen de la Iglesia ni fundar otra, sino que siempre reconoció que Dios le había concedido, como nos ha concedido a nosotros, el privilegio de pertenecer a ella; el compromiso de mantenerse dentro de ella; el deber de respetarla, y la gozosa vocación de amarla y edificarla.