Gozo mutuo
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Se goza Dios en ti?
Probablemente a mucha gente la pregunta le suene muy rara, incluso absurda.
Cuestionaría: ‘¿cómo se va a gozar Dios en mí?, ¡más bien yo me gozo en Él!, ¡en Su bondad, en Su grandeza, en la belleza de Su Creación, en Sus obras magníficas!’
Como que no estamos acostumbrados a pensar que Dios se goce en nosotros.
Pero no nos queda de otra, porque en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 62, 1-5) leemos que el profeta Isaías dice al pueblo de Dios, y por tanto a cada uno de nosotros: “el Señor se ha complacido en ti” (Is 62, 4).
Ahora bien, si una vez que admitimos que Dios se complace en nosotros, alguien nos preguntara: ‘¿cuándo crees que el Señor se complace en ti?, ¿qué es lo que lo hace complacerse?’, seguramente pensaríamos primero que nada en esas ocasiones en que hemos hecho algo bueno, en que hemos realizado alguna obra de caridad, de misericordia.
Y sí, no cabe duda de que al Señor eso le complace.
Pero su complacencia no se limita a los momentos en que somos buenos.
Sigue diciendo el profeta: “Como un joven se desposa con una doncella, se desposará contigo tu hacedor; como el esposo se alegra con la esposa, así se alegrará tu Dios contigo” (Is 62, 5).
Leyendo esto vino a mi mente una escena que vi hace poco: unos esposos, a todas luces ‘lunamieleros’, estaban en la playa, recostados en unas tumbonas, leyendo.
De pronto ella se levantó, se fue hacia el mar, se metió hasta las rodillas y estuvo jugando con las olas, disfrutando la frescura del agua.
Su esposo bajó el libro que estaba leyendo, y se puso a contemplar a la joven.
Y en su mirada se veía el amor que le tenía.
¿Podría decirse que se alegraba con ella? Sin duda.
Y eso que en ese instante ella no estaba haciendo nada por él: no le estaba lavando la ropa ni planchando las camisas ni preparando la comida.
Estaba simplemente siendo ella, y él se gozaba en ella porque ella era su esposa.
Podría decirse que lo mismo sucede con Dios.
Llegamos a pensar que para que se goce en nosotros tenemos que hacer y hacer y hacer cosas buenas, y nunca creemos haber hecho suficiente, y cada vez que hacemos algo mal, sentimos que resbalamos unos metros de la cuesta por la que nos esforzamos en subir al cielo.
Queremos conquistar a Dios enfrascándonos en un activismo que nos desgasta física y espiritualmente y que es inútil, porque de por sí ya Dios nos ama, así como el esposo se alegra con su esposa, simplemente porque es suya.
¡Qué bueno saber que Dios se complace en nosotros!, pero, claro, eso no implica que no tengamos que poner de nuestra parte.
Por muy prendado que alguien esté de su esposa, si ella no se da tiempo para estar con él, si no lo escucha ni le platica nada, si no lo deja acercarse, si siempre le dice ‘me duele la cabeza’ y se voltea para otro lado; si cuando él llega ella ya se durmió y cuando ella se levanta, él todavía está dormido, si su diálogo diario se limita a bajar la ventanilla, contarse de coche a coche qué van a hacer durante el día y mandarse besitos a distancia, la relación se deteriorará.
Así como en un matrimonio, para que las cosas funcionen cada uno debe poner el cien por ciento, no el cincuenta, así también en la relación con Dios.
Él ya puso Su cien, nos toca ahora poner el nuestro, responder a Su amor.
¿Cómo?
Consideremos que se podría decir que, entre esposos, el momento por excelencia en que se gozan el uno al otro es cuando se entregan en íntima donación de sí mismos, sin reservarse nada. Experimentan entonces un gran gozo, y afianzan su amor.
Ello puede aplicar también, espiritualmente, a nuestra relación con Dios.
Ya lo complacemos, por ser suyos, pero podemos complacerlo más si nos entregamos a Él sin reservas.
Dios es como ese esposo amantísimo, que nunca deja de buscarnos, que quiere que estemos con Él, que anhela que le dediquemos tiempo a nuestro mutuo amor, y no el que nos sobre, sino el más especial, el mejor.
Qué pena que no sepamos corresponderle.
Es un romántico que nos prepara una cena con manteles largos y velas encendidas, pero nosotros le salimos con que ‘no voy a Misa porque tengo que bañar al perro, tengo que ir de compras, quiero ver el fut’.
Es un seductor que quiere susurrarnos al oído palabras de amor, pero nosotros aprovechamos el momento en que se proclama Su Palabra, para papar moscas, ir sacando el dinero de la colecta o hacer la siesta.
Es un enamorado que se pasa añorando nuestra compañía, pero nosotros nunca nos damos tiempo para sentarnos a platicarle y escucharle, para entrar en comunión íntima con Él, o simplemente contemplarle y adorarle.
Es hora de parar de inventar pretextos, de no dejar al azar, sino apartar los momentos que deseamos pasar juntos, para nunca dejar que se deteriore nuestra relación amorosa con Él, y asegurar que nuestro gozo sea siempre mutuo.