Para todos
Alejandra María Sosa Elízaga**
“En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”
Estas palabras, con las que inicia cada Misa, son pronunciadas todos los días, a todas horas, en casi siete mil lenguas en los doscientos y pico de países que hay en el mundo.
En todo el planeta se celebra la Misa, y no importa si te toca sentarte sobre unos troncos frente a un altar improvisado al aire libre en una aldea en África o en una ranchería en México, o si estás en una imponente Catedral o en una minúscula capilla con la que inesperadamente te topas en un lugar que visitas.
La Iglesia es verdaderamente católica, es decir, universal.
Obedeció bien el mandato de Aquel que la fundó y le pidió ir por todo el mundo anunciando la Buena Nueva y bautizando a todas las gentes.
Un ex-pastor protestante admitió, en una entrevista, que se convirtió al catolicismo durante un viaje, cuando se dio cuenta de que su iglesia, que en donde él vivía era tan importante y conocida por todos, en aquel país que visitaba era tan desconocida ¡que ni siquiera habían oído hablar de ella! Ello lo hizo darse cuenta de que, por muy a gusto que se sintiera en su pequeña comunidad, en realidad pertenecía a una iglesia local, y no a la iglesia universal fundada por Jesucristo.
La Iglesia Católica se diferencia de las iglesias y desde luego de las sectas, entre otras muchas cosas, en que está presente en todas partes y está abierta a todos, acoge a todos, no sólo a los de cierto país, color, edad, posición social, económica o política.
Podemos gozarnos en la certeza de que no importa en qué lugar estemos, si hablamos o no el idioma, si conocemos o no a la gente, cuando entramos a una iglesia católica nos sabemos en casa.
Aunque nunca hayamos estado allí antes, nos resulta familiar el altar, el ambón, la sede, el crucifijo; reconocemos las vestiduras del celebrante, los gestos que va realizando; nos sentimos entre hermanos, a los que deseamos la paz y con los que vamos, hombro con hombro, a recibir la Sagrada Comunión.
Es la voluntad del Señor que Su Iglesia sea para todas las gentes.
Lo comprobamos en las Lecturas que se proclaman en Misa este domingo en que se celebra la Epifanía del Señor, es decir, Su manifestación.
Él quiso manifestarse a todos.
La Primera Lectura anuncia que la luz que surgirá de Jerusalén iluminará a todos los pueblos (ver Is 60. 1-6), el Salmo responde a este texto pidiendo: “Que te adoren, Señor, todos los pueblos”, en la Segunda Lectura, san Pablo afirma que la gracia de Dios es para todos, incluidos los paganos, es decir, los que no pertenecían al pueblo judío, pueblo escogido por Dios.
Y en el Evangelio vemos que el Señor hizo brillar una estrella para que aun los más alejados pudieran acudir a adorar al Niño Dios (ver Mt 2, 1-12).
Gocémonos en la certeza de saber que nuestra Iglesia acoge a todos, a nadie discrimina, a nadie le cierra la puerta en las narices.
Ricos y pobres, devotos y alejados, santos y pecadores, todos tenemos un sitio alrededor de la mesa del Señor.