Débiles fuertes
Alejandra María Sosa Elízaga**
Ser fuerte es sumamente apreciado en nuestra sociedad moderna.
La debilidad es despreciada, considerada signo de blandenguería, de incapacidad para enfrentar con entereza, con fortaleza la vida.
Es común que la gente aconseje: ‘tienes que ser fuerte’, o al menos ‘tienes que hacerte el fuerte’ es decir, si no lo eres, que aunque sea da la apariencia.
Abundan los ‘cursos de superación personal’ en los que se pone gran énfasis en convencer a los asistentes de que son fuertes, autosuficientes, que pueden lograr lo que sea que se propongan. En el fondo se trata de enseñarles a prescindir de Dios.
Pero entonces leemos en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 2Cor 12,7-10), que san Pablo afirma: “cuando soy más débil soy más fuerte”.
¿Qué significa eso?, ¿puede alguien, al revés de lo que piensa el mundo, ser fuerte cuando es débil? o ¿se trata simplemente de un juego de palabras, una de esas antítesis como las que empleaba en sus sonetos Quevedo cuando hablaba de hielo abrasador o fuego helado?
No, san Pablo no está jugando con las palabras, está asentando una verdad fundamental.
Y para comprenderlo cabe reflexionar lo siguiente:
Una simple gripa puede tirarnos en cama; una infidelidad de nuestra pareja puede devastar nuestra autoestima; una mala noticia puede derrumbarnos. Y ni hablar de las incontables veces en que nos hacen caer nuestros propios defectos, vicios y pecados.
Eso de que somos fuertes, es una ilusión; en realidad somos sumamente frágiles.
Y ante esta situación sólo tenemos dos opciones: seguir pretendiendo ser lo que no somos, seguir intentando inútilmente salir adelante con nuestras solas míseras fuerzas, lo cual tarde o temprano terminará en fracaso, o bien reconocernos débiles y pedir ayuda al único verdaderamente fuerte: Dios, permitir que sea Él quien nos fortalezca.
Confesó san Pablo que tenía una ‘espina’ que lo hacía sufrir, que lo humillaba, y que tres veces le pidió a Dios que lo librara de eso, pero Dios no lo hizo y le explicó por qué: “Te basta Mi gracia”.
La respuesta que le dio el Señor era una invitación a confiar en Él, a levantar hacia Él la mirada cada vez que padeciera lo que aquella ‘espina’ le causaba.
Era una invitación a tomar la mano que le tendía y dejarse ayudar.
Viene a la mente la imagen de un niño pequeño que camina por la calle junto a su papá. Si el niño se suelta, corre peligro de tropezarse, de caerse, de echarse a correr y ser atropellado. En cambio si deja que su papá lo tome de la mano, puede estar seguro de que no lo dejará caer, lo levantará si pasan por un charco, o por un agujero, o si se acerca o un perro...
El niño solito, por sí mismo, es débil. Y si no lo acepta y pretende hacerse el fuerte, no tardará mucho en comprobar que está equivocado.
En cambio, si reconoce su pequeñez, y se deja ayudar por el que es verdaderamente más grande y fuerte que él, tendrá la fuerza necesaria.
Así también sucede con nosotros.
Nos equivocamos si nos sentimos fuertes, si creemos que podemos ir por la vida sin Dios, sin aceptar la mano que nos tiende en la oración, en Misa, en nuestra vida cotidiana.
Pero si reconocemos nuestra fragilidad, recibiremos la fuerza de Aquel que le dijo a san Pablo: “Mi poder se manifiesta en la debilidad”.