y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Contraste

Alejandra María Sosa Elízaga**

Contraste

El contraste tuvo que haber sido impactante.

Lo que estaba cubierto de negros nubarrones y relámpagos se despejó de pronto y quedó uno de esos cielos lilas en los que suelen despuntar las estrellas.

El rugido del mar, el aullido del viento, los truenos de la tormenta callaron por completo, se hizo el silencio.

Las encrespadas olas que zarandeaban la barca de un lado a otro y la llenaban de agua amenazando con hundirla, se aquietaron a tal grado que en el mar se reflejó el atardecer.

¿Qué pasó allí?, ¿qué produjo tan sorprendente cambio?

Lo revelan el Salmo y el Evangelio que se proclaman este domingo en Misa (ver Sal 106; Mc 4, 35-41): fue la poderosa intervención de Dios.

El salmista habla de unos navegantes que estaban a merced de un huracán “sobrecogidos de terror”, San Marcos narra cómo un día al caer el sol, los apóstoles viajaban con Jesús en una barca por el lago cuando “se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca”, y qué grave habrán visto la situación que los apóstoles, se atrevieron a ir a despertar a Jesús.

El Salmo dice que los navegantes: “clamaron al Señor en tal apuro”. San Marcos cuenta que los apóstoles más que clamar, increparon a Jesús diciéndole: “¿No te importa que nos hundamos?”. Nótese que no dicen: ‘tal vez nos hundamos’, sino dan por hecho que se hundirán.

Tenemos dos casos semejantes, de situaciones desesperadas en las que de nada sirve la experiencia o el esfuerzo humano, y qué bueno, porque eso permite a los que están pasando por esa situación, reconocer su necesidad y su incapacidad para salir de ella, y los mueve a hacer lo único que se puede hacer en esos casos: volver la mirada hacia Dios y pedir Su ayuda.

Así lo hicieron, y no quedaron defraudados.

Dice el salmista que Dios “los libró de sus congojas”, y san Marcos narra que Jesús “se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: ‘¡Cállate, enmudece!’.

La poderosa y oportuna intervención de Dios lo cambió todo.

Dice el salmista: “Cambió la tempestad en suave brisa y apaciguó las olas”, y san Marcos describe que “el viento cesó y sobrevino una gran calma”.

Sólo Dios es capaz de convertir un huracán en suave brisa, aquietar, acallar una tormenta, hacer que donde había caos, haya paz.

Y así como lo hizo entonces, lo sigue haciendo ahora.

Cuando alguien está pasando por una situación angustiosa, cuando se siente envuelto en la niebla oscura y espesa del desánimo y la desesperanza, le parece que se le mueve el piso, que está siendo zarandeado por circunstancias dolorosas y adversas que no puede controlar, y se ve como en un torbellino que le provoca un ruidero interior que no lo deja ni pensar ni escuchar a los demás, de nada le vale todo aquello en lo que solía confiar: sus conocimientos, su dinero, su poder. Sólo tiene un recurso: clamar a Dios, pedirle ayuda, poner en Él su confianza, abandonarlo todo en Sus manos.

Si lo hace, experimentará asombrado ese tremendo contraste que describe la Biblia.

Pasará de la tormenta a la calma, de la zozobra a la serenidad.

Vienen a la mente tres ejemplos:

Alguien está angustiado porque tiene a un ser querido en terapia intensiva, y pasa la noche en vela, suplicándole, rogándole, exigiéndole a Dios que lo salve. De pronto se decide a ponerlo en Sus manos, acepta que lo que Dios permita será lo mejor, y algo extraordinario sucede, lo abandona toda inquietud y queda en paz.

Alguien quiere conseguir cierto empleo, cierto departamento, cierta cosa que le parece que le conviene mucho, y se llena de ansiedad temiendo que otro se le adelante y consiga aquello primero, y no duerme por las noches dándole vueltas al asunto; entonces decide poner el asunto en manos de Dios, aceptar que si le conviene se le conceda y si no; a la mañana siguiente le asombra constatar que se curó del insomnio, que pasó buena noche y que amaneció en calma.

Alguien tiene terror de viajar en avión, y se pasa el trayecto temblando, de pronto se da cuenta de que no hay diferencia entre ir por la calle o entre las nubes, que en todas partes está en las manos de Dios. Se abandona confiadamente a Él y desaparece su miedo; hasta comienza a disfrutar el vuelo...

El Señor que calmó la tempestad, sigue siendo capaz de apaciguar las turbulencias que agitan nuestra vida.

Eso sí. Poner todo en Sus manos no significa desentendernos de lo que nos toca hacer.

Significa simplemente reconocer que no podemos nada y Él lo puede todo, que Él sabe y quiere lo que nos conviene, así que lo mejor es dejar de intentar salir adelante sólo por nosotros mismos y aceptar la mano que nos tiende.

Es interesante hacer notar que ni a los navegantes ni a los apóstoles los cambió el Señor de barca ni de mar, sino que ahí donde iban, en esa misma barca, tuvieron que izar las velas o remar para llegar a su destino.

Algo semejante sucede en nuestra vida, cuando pedimos ayuda a Dios, Él no nos cambia de familia, ni nos transporta a otro planeta, nos deja donde estamos, espera que hagamos nuestra parte, y desde luego también espera que contemos con Él.

Y así, aunque nos toque atravesar un vendaval, ya no sentimos terror. Nada puede quitarnos la paz cuando sabemos que en nuestra barca va el Señor.

*Publicado el 21 de junio de 2015 en la pag web y de facebook de 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México (www.desdelafe.mx), en la pag. del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx), y en la de Ediciones 72. Conoce los libros y cursos de Biblia gratuitos de esta autora y su ingenioso juego de mesa 'Cambalacho' aquí en www.ediciones72.com