Obedecer
Alejandra María Sosa Elízaga**
Obedecer.
La sola palabra provoca escozor a mucha gente.
Trae recuerdos de infancia, cuando ‘obedecer’ implicaba siempre hacer algo que uno no quería, como irse a dormir, apagar la tele, hacer la tarea, terminarse la sopa, prestar los juguetes...
Y sin embargo en la vida con frecuencia no nos queda más remedio que obedecer, a los papás, al profesor, al director de la escuela, al jefe, a personas o instituciones a las que les reconocemos autoridad sobre nosotros.
Obedecemos a regañadientes cuando se nos manda realizar algo latoso y obligatorio, como, por ejemplo, cuando se nos obliga a realizar ciertos trámites, a hacer ciertos pagos. En cambio, obedecemos gustosos cuando se trata de seguir instrucciones para conseguir algo que nos interesa, por ejemplo llegar a cierto lugar, elaborar algo, ‘bajar’ y usar una nueva ‘aplicación’ en el celular, la tableta, la compu.
Por ello cabe que nos preguntemos: cuándo se trata de las cosas de Dios, ¿obedecemos?, y de ser así, ¿cómo obedecemos?, ¿a regañadientes o gustosos?
Hice esta pregunta a diversas personas y dieron variadas respuestas.
Muchas dijeron que procuran obedecer a Dios, aun cuando es difícil, por ejemplo, cuando manda no juzgar, no condenar, perdonar, dar...
Hubo quienes admitieron que sólo cumplen lo que les suena lógico y al alcance de sus posibilidades, si suena demasiado radical o exige mayor esfuerzo, se exentan a sí mismos de cumplir, pretextando que es algo que Jesús pidió sólo a Sus discípulos, no a todos, y que además es imposible cumplirlo. Por ejemplo, el desapego a los bienes y al dinero, no buscar el poder ni las recompensas que ofrece el mundo...
Y no faltó quienes reconocieron que aceptan obedecer a Jesús, pero no a la Iglesia.
Al respecto cabe hacer notar que no se puede separar a Jesús de la Iglesia, ¿por qué? Porque Jesús la fundó, quiso que hubiera una comunidad convocada por Él, que pudiera enseñar sin error lo que Él enseñó (y por eso le prometió que el Espíritu Santo la guiaría); que pudiera actuar en Su nombre (y por eso le dio el poder de interpretar Su Palabra, perdonar los pecados, hacerlo presente en la Eucaristía), y no sólo la instituyó y la envió al mundo, sino que se identifica con ella.
Dice san Pablo que Cristo es la cabeza de la Iglesia, y nosotros somos Su cuerpo místico (ver Col 1,18; Ef 1, 22-23). Jesús no sólo está en la Iglesia, es la Iglesia.
Cuando Saulo de Tarso perseguía a la iglesia primitiva (ver Hch 8,1.3), Jesús se le apareció y le preguntó: “¿por qué me persigues?” (ver Hch 9,4). No le preguntó, ‘¿por qué persigues a Mis apóstoles?’, o ‘¿por qué persigues a los primeros cristianos?’, le preguntó por qué lo perseguía a Él, habló en primera persona, dando a entender que se consideraba perseguido cuando era perseguida Su Iglesia.
Así que ese lema que tienen algunos: ‘Cristo sí, Iglesia no’, es no sólo absurdo sino imposible. Rechazarla a ella es rechazarlo a Él, desobedecerla a ella es desobedecerlo a Él.
Entonces ¿qué?, ¿no queda más remedio que obedecer en todo a la Iglesia?
Sí, pero no a regañadientes, como se aceptan las leyes, con frecuencia injustas o insensatas, que nos imponen las autoridades del mundo.
Estamos llamados a obedecerla con el gozo de saber que así estamos cumpliendo la voluntad del Señor que la fundó, que lo que nos pide ella, nos lo pide Él y nos conduce hacia Él.
Contaba un ex pastor protestante que se convirtió al catolicismo, que un amigo le dijo para desanimarlo: ‘si te vuelves católico, vas a tener que someterte a la Iglesia, ¡perderás tu libertad!’, a lo que les replicó: ‘obedecer a la Iglesia no quita la libertad, al contrario, da libertad. Es como cuando caminas por un bosque. Puedes pensar: ‘¡soy libre de ir por donde quiera!’, pero si atraviesas sin rumbo por entre la maleza, el pasto crecido, los arbustos espinosos, te toparás con barrancos, con ríos intransitables, y no sólo tardarás mucho sino es posible que desvíes tu camino y acabes por perderte. En cambio si aceptar la sugerencia de alguien que conoce un sendero seguro, podrás ir por allí a tus anchas y llegar más pronto a tu destino.
Quien se deja conducir por la Iglesia, Madre y Maestra, no tiene que tratar de avanzar por la vida a ‘campo traviesa’, puede dejarse guiar por un camino bien probado, apisonado a lo largo de los siglos por todos los que lo transitaron antes que él; puede confiar en la experiencia milenaria de quien tiene autoridad porque el propio Señor se la otorgó.
En cambio, quien quiere vivir su fe por su cuenta, decidiendo por sí mismo: ‘la Iglesia dice esto, pero yo opino esto’, va poco a poco desviando su camino. Una vez que empieza a disentir, se acostumbra a disentir, cuestionar, criticar, descartar lo que no le gusta o le exige más de lo que está dispuesto a dar, y se termina por perder.
No es fácil obedecer, se tiene siempre la tentación de ir por rutas distintas. Hay que esforzarse por confiar, por aceptar las que se nos proponen.
Dice la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Heb 5, 7-9) que el propio Jesús tuvo que aprender a obedecer. Y cabe hacer notar que el Suyo no fue un aprendizaje fácil, pues “aprendió a obedecer padeciendo”.
Recordemos cuando en el Huerto de los Olivos sintió pavor y angustia (ver Mc 14, 32-34); pudo haber salido huyendo, pudo haber evadido el sufrimiento renunciando a salvarnos, pero eligió amoldar completamente Su voluntad a la de Su Padre (ver Mc 14, 32-36).
Eligió la obediencia, y se convirtió así en “la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen” (Heb 5,9).
Pidámosle que nos enseñe a obedecer, que nos ayude a confiar en que lo que nos propone a través de Su Iglesia es camino seguro por el que nunca nos vamos a perder.