Dejarse iluminar
Alejandra María Sosa Elízaga**
Vinieron los pastores, vieron al Niño Jesús, se maravillaron y se fueron (ver Lc 2, 16-18.20)
Los Magos de Oriente, llegaron, vieron al Niño Jesús, lo adoraron, le ofrecieron regalos y se fueron (ver Mt 2, 11-12).
Y luego ¿qué?
Era de esperar que los pastores hubieran regresado trayendo a todos sus familiares, amigos y conocidos. Y que de Oriente hubieran empezado a llegar caravanas de gente que, movida por lo que los Magos contaron al volver a casa, hubiera emprendido el mismo viaje que ellos.
Pero al parecer no fue así; al menos la Biblia no dice nada al respecto.
Y uno no puede menos que preguntarse ¿por qué el testimonio maravillado que seguramente dieron los pastores y los Magos a cuantos quisieron oírlo, no movió multitudes?
Y cabe pensar que se debió a lo mismo que sucede hoy cuando tratamos de evangelizar, cuando queremos compartir con otros nuestra fe.
Lo que digamos no basta, no es suficiente para convertir a los demás.
Consideremos lo que contaban los pastores y los Magos: unos empezaban narrando que se les aparecieron unos ángeles, y los otros empezaban narrando que se les apareció una estrella que los iba guiando.
Hasta allí, quienes los escuchaban se sorprendían y probablemente ponían atención.
Pero luego venía la decepción cuando escuchaban que aquellos ángeles y aquella estrella los habían llevado no a algo más espectacular aún, sino a algo demasiado sencillo: un humilde pesebre estaba recostado un recién nacido envuelto en pañales.
Podemos imaginar que recibieron muchos comentarios como: ‘¿qué?’, ‘¿eso es todo?’, ‘¿un bebé?’, ‘algo que empezó tan extraordinario, ¿terminó tan ordinario?’
Como quienes escucharon esos relatos no estuvieron allí, no pudieron captar que no había nada de ordinario en aquel Niño; que irradiaba una misteriosa paz, que sembraba en cuantos lo contemplaban una profunda alegría.
Platicado se oía demasiado simple, tendrían que haberlo vivido para entenderlo.
Así sucedió entonces y así sucede hoy cuando hablamos de Jesús a los demás.
Es imposible describir con palabras lo que provoca en el alma el encuentro con Él.
Ese ‘no sé qué’, que se siente en lo profundo del corazón cuando se está ante Su presencia, cuando se acoge Su Palabra; cuando se le recibe en la Comunión.
No se puede describir la gozosa serenidad que queda resonando en el alma después de pasar un rato adorándole silenciosamente.
Hace unos días, el primero de enero leíamos en la Primera Lectura que se proclamó en Misa, que en la bendición que Dios dio a Moisés para bendecir a los israelitas, lo invitaba a pedir: “que el Señor...haga resplandecer Su rostro sobre ti” (Num 6, 25), y ahora, también en la Primera Lectura que se proclama en Misa, se nos dice que “las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta Su gloria.” (Is 60, 2).
El Señor resplandece. Y hace un llamado universal a dejarnos iluminar por Él.
No es lo mismo que te platiquen de la luz cuando estás a oscuras, a que te ayuden a ponerte donde esa luz pueda envolverte, alumbrarte.
Tendríamos que no sólo poner atención en hablar a los demás de Jesús, sino en propiciar que tengan un encuentro personal con Él.
Presentárselos para que Él los ilumine.
Mucha gente se ha convertido gracias a que alguien la invitó a pasar un rato de oración ante el Santísimo, o a un retiro de silencio, o a alguna otra experiencia que le permitió acercarse al Señor, abrirse a Su luminosa presencia.
En este domingo en que la Iglesia celebra la Solemnidad de la Epifanía, quedamos invitados no sólo a desplazarnos para ir al encuentro de Aquel que vino a romper las tinieblas que cubren la tierra, sino a invitar a otros a encontrarse también con Jesús, y así poder caminar, todos juntos, bajo Su Luz.