Sólo uno
Alejandra María Sosa Elízaga**
Al principio Dios facilitó las cosas.
Nos dio sólo un mandamiento, y no era complicado cumplirlo: no comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (ver Gen 2, 16-17), en otras palabras, aceptar que no podemos ser nosotros los que determinamos qué es lo bueno y lo malo en nuestra vida, sino que eso le corresponde a nuestro Creador, pues sólo Él sabe realmente lo que nos conviene y lo que no.
Una sola cosa nos pidió, y no la cumplimos.
Eva y Adán comieron aquel fruto, y al igual que ellos, desde entonces, nosotros también hemos seguido considerando más apetecible lo que nos está prohibido, aunque lastime nuestra amistad con Dios.
Después Dios nos dio otra oportunidad.
Diez mandamientos. No eran muchos, pero con ellos bastaba para llevar una vida plena, feliz y en paz con todos.
¿Te imaginas cómo sería hoy el mundo si todos los hubiéramos cumplido?
¿Cómo viviríamos si amáramos a Dios por encima de todo y de todos, si nadie hubiera caído en la idolatría tener por dios el dinero, el poder, el placer?, ¿si Dios ocupara realmente el centro de nuestra vida?, ¿si cada uno dedicara un tiempo especial para adorarlo, alabarlo, agradecerle, dialogar con Él?; ¿si las familias fueran como Él las pensó y en ellas hubiera cariño y respeto?; ¿si nadie matara, robara o mintiera?; ¿si nadie codiciara y, peor, arrebatara lo que tienen los demás?
No habría corrupción ni violencia ni pornografía ni ninguno de los males que azotan a la humanidad hoy.
Diez mandamientos nos dio, y no fuimos capaces de cumplirlos.
Luego el asunto se complicó. En tiempos de Jesús, debido a las interpretaciones y aplicaciones de los distintos mandamientos, se había llegado a la exageración de contar con más de seiscientos (entre mandamientos y prohibiciones), lo cual tenía a la gente agobiada, algo que Jesús reprochó a los maestros de la Ley (ver Lc 11,45).
El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 22, 34-40), muestra que Jesús consideraba esencial dos mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo, que pueden resumirse en uno, y por eso a Sus Apóstoles se los simplificó aún más.
Les dejó un solo mandamiento: “Que os améis los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15,12).
¿Y cómo nos ama Él?
Lo reveló Él mismo: “Como el Padre me ama, así los amo Yo”.(Jn 15,9).
“Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por Sus amigos” (Jn 15,13).
El Señor nos ama con amor eterno (ver Jer 31,3), nos ama aunque no lo merezcamos (ver Os 14,5), nos ama con un amor como el que describe san Pablo, un amor que es paciente, servicial, que no envidia ni se jacta ni se engríe; que no busca su interés; que no toma en cuenta el mal; que no se alegra de la injusticia, sino se alegra con la verdad; un amor que todo lo escusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (ver 1Cor 13, 4-7).
No es fácil cumplir esto, no nos alcanzan nuestras míseras fuerzas; ya lo dijo Jesús, sin Él no podemos hacer nada (ver Jn 15,5).
Por eso con el mandato de amar nos da la gracia necesaria para poderlo lograr.
Y nos la da en especial en cada Eucaristía.
Allí recibimos el abrazo del Señor, Su perdón; Su Palabra que nos habla al corazón; y, lo más maravilloso: lo recibimos a Él, que viene a nosotros para hacernos capaces de amar como nos ama Él.
En el principio nos dio un solo mandamiento y no lo cumplimos. Luego nos dio y discurrimos muchos otros que tampoco cumplimos, y por último de nuevo nos dio sólo uno, que los resume todos: el mandamiento del amor.
¿Podemos cumplirlo?
Sí, porque entre nosotros está, y nos colma con Su gracia el Señor.