Todo lo puedo
Alejandra María Sosa Elízaga**
No querer más salud que enfermedad, más riqueza que pobreza, más honor que deshonor, más vida larga que corta, proponía san Ignacio de Loyola, en sus famosos ejercicios espirituales.
Se trata de no aferrarse a nada, de no preferir nada más que aquello que Dios prefiera, tener una ‘santa indiferencia’, que no consiste en que no te importen las cosas, sino en que no tienes más preferencia que cumplir la voluntad de Dios, y si Él permite que tengas salud, te parece bien, y si permite que tengas enfermedad, también, y así en todo.
No es fácil alcanzar esa santa indiferencia, en un mundo que nos lanza a aferrarnos desesperadamente a lo que nos hace sentir bien.
Para lograrlo hace falta reconocer que lo mejor para nosotros es querer lo que Dios quiere, porque Dios quiere lo mejor para nosotros.
San Pablo lo sabía, y por eso en el texto de la Carta a los Filipenses que se proclama como Segunda Lectura este domingo en Misa (ver Flp 4, 12-134.19-20), declara que sabe ser pobre o tener de sobra, comer bien o pasar hambre, y añade una frase que expresa y sintetiza genialmente la razón de que sea capaz de vivir en extremos opuestos sin aferrarse ni horrorizarse. Afirma: “Todo lo puedo en Aquel que me da fuerza”(Flp 4,13).
Esta afirmación implica dos cosas:
Por una parte, tener la seguridad de que no importa qué te toque vivir, podrás salir adelante si te tomas de la mano de Dios, porque Él te fortalece para enfrentar lo que sea.
Y por otra parte, reconocer que de Él te viene la fuerza para resistir la tentación de preferir más una cosa que otra, que tu ‘santa indiferencia’ no es un logro que obtienes por ti mismo, sino por gracia de Dios, que desapega tu alma de los bienes terrenales, para disponerla a disfrutar los celestiales.