Y a mí, ¿por qué?
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘¿Qué tal si lo toma a mal y se enoja conmigo?’
‘No quiero parecer metiche’
‘No me meto en donde no me llaman’
‘Al fin y al cabo, ¿a mí qué?’
Éstas y otras frases parecidas solemos decir para justificar no hacerle a alguien una observación, un comentario, mucho menos una corrección.
No suele ser bien recibido el consejo no pedido; tal vez hemos podido comprobar que en general a nadie le gusta que otros le digan lo que debe o no debe hacer, aunque sea dicho con la mejor intención e incluso con razón.
Así que nos resignamos con pasmosa facilidad a ‘no meternos en lo que no nos importa’, pero dejamos pasar una y otra vez oportunidades para realizar eso que la Iglesia llama ‘obras de misericordia espirituales’, entre las que se cuentan: ‘enseñar al que no sabe’, ‘dar buen consejo al que lo necesite’, y ‘corregir al que se equivoca’.
Así que para que no nos quedemos muy tranquilos habiéndonos desentendido de los demás, llega oportuna la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ez 33, 7-9), en la que Dios le anuncia al profeta Ezequiel, que lo ha constituido centinela de Su pueblo;que debe comunicarle lo que le escuche decir, y da un ejemplo específico:
“Si Yo pronuncio sentencia de muerte contra un hombre, porque es malvado, y tú no lo amonestas para que se aparte del mal camino, el malvado morirá por su culpa, pero Yo te pediré a ti cuentas de su vida.” (Ez 33, 8).
¿Y a mí por qué?, podría haber preguntado el profeta, y parecería una pregunta válida, después de todo, ¿por qué tendría él que entregar cuentas por una vida que no es la suya?
La respuesta a esto la encontramos en lo que Jesús pide en el Evangelio de hoy (ver Mt 18, 15-29).
Empieza diciendo: “Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas...”.(Mt 18,15).
He ahí la clave.
La persona que el Señor pide amonestar, de cuyo mal camino pedirá cuentas, no es un desconocido, es un hermano.
Formamos parte de la gran familia de Dios, y si Él nos ha rodeado de hermanos, es porque espera que hagamos algo por ellos.
En la Segunda Lectura (ver Rom 13, 8-10), nos recuerda san Pablo que estamos llamados a amar a nuestro prójimo, y que “quien ama a su prójimo no le causa daño a nadie”.
Cabe reflexionar en que se puede causar daño a alguien no sólo con una acción, sino con una omisión, como quien dice, no sólo haciéndole un mal, sino dejando de hacerle un bien...
Así que no cabe preguntar, ‘y a mí, ¿por qué?’, ante la perspectiva de tener que entregar cuentas de lo que otros hacen, sino asumirlo como motivación para hacer el bien.
Claro, conviene aclarar que no se trata de ir por ahí entrometiéndonos en todo, sino de ejercer, cuando sea oportuno, la llamada ‘corrección fraterna’, cuidando siempre que la intención y el modo de corregir estén motivados por la caridad, que la corrección se lleve a cabo con prudencia y discreción, y que pueda contribuir a dar frutos de conversión.