¿Perdurable o perecedera?
Alejandra María Sosa Elízaga**
Aparentemente tiene un final feliz.
Eso creeríamos si nos quedamos solamente con lo que dice la Primera Lectura que se proclama en Misa (ver 1Re 3, 5-13), que narra cuando Dios le ofrece al jovencito y recién nombrado rey Salomón que le pida lo que quiera, (¡uy lo que a nosotros se nos hubiera ocurrido pedir!), y él se limitó a solicitar sabiduría para poder gobernar.
Y dice el texto que a Dios le agradó tanto la petición de Salomón, que le dijo: “Por haberme pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría para gobernar, Yo te concedo lo que me has pedido. Te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti. Te voy a conceder, además, lo que no me has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda comparar contigo” (1Re 3, 11-13).
Si cerramos allí el misalito o la Biblia nos quedamos muy contentos, admirados con lo que el rey Salomón pidió y más admirados aun con lo que Dios, generosísimamente, le concedió.
Pero ahí no termina la historia, y lamentablemente más adelante se pone mal.
En el capítulo once, el autor menciona que Dios pidió a los israelitas que no se unieran a mujeres extranjeras, explicándoles por qué: “de seguro arrastrarán vuestro corazón tras sus dioses” (1Re 11, 2).
Conocedor del alma humana, Dios ya sabía que un hombre enamorado es capaz de cometer locuras con tal de tener contenta a su amada, y que ella puede influirlo para bien o para mal, y que un israelita apasionado por una mujer que adorara dioses paganos, podía terminar adorándolos también.
Dios quería salvarlos de cometer el pecado de la idolatría, pero desgraciadamente basta que al ser humano se le prohíba una cosa para que quiera hacerla, y Salomón no fue la excepción.
Dice el texto bíblico que este rey llegó a tener ¡¡mil mujeres!! (setecientas princesas y trescientas concubinas), y contradiciendo lo que Dios pidió, “se apegó a ellas por amor” y que cuando ya era anciano, éstas “” (1Re 11, 3-4).inclinaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero de Yahveh su Dios
Detengámonos aquí y preguntémonos desconcertados cómo es posible que Salomón no cumpliera la orden de Dios, siendo que la sabiduría es la virtud que inclina el corazón a preferir las cosas de Dios, y Salomón lleno de una sabiduría tan grande que hasta la reina de Sabá viajó desde los confines de la tierra para conocerle y comprobó admirada que era cierto lo que se decía del rey (ver 2Cron 9, 1-8), hecho que el propio Jesús comentó (ver Mt 12, 42).
¿Qué le pasó?, ¿su sabiduría expiró?, ¿era perecedera?, ¿tenía fecha de caducidad? No, los dones que Dios da duran siempre.
Entonces, ¿qué fue?, ¿le dio demencia senil?
Achacar a esto su conducta sería muy cómodo y hasta parecería compasivo: ‘pobrecito Salomón, ya estaba chocheando’. Pero la verdad es que la Biblia menciona a muchos otros viejitos, de muchos más años que Salomón, que supieron mantenerse fieles al Señor hasta el final.
Entonces, ¿qué pasó?, ¿cómo explicar la tremenda estupidez que cometió el hombre más sabio de su tiempo?
No hay más que una explicación.
Que desperdició miserablemente la gracia que Dios le dio. Así de simple y de terrible.
Es que la gracia divina nunca es una imposición ni convierte en marioneta a quien la recibe.
Es un regalo que debemos cultivar toda la vida, que va a perdurar si lo sabemos aprovechar.
San Pablo nos pide que no echemos la gracia de Dios en saco roto (ver 2Cor 6, 1), porque es fácil desperdiciarla como la desperdició Salomón.
En cierto momento, le importó más el amor de sus mujeres que el amor de Dios.
Echó a un lado su sabiduría y se dejó atontar.
Y quedó estéril en él la gracia que Dios le había otorgado.
Resulta impactante, no sólo porque nunca hubiéramos esperado que le sucediera eso al súper sabio Salomón, sino porque cabe esperar que también nos pase a nosotros.
Ninguno está a salvo de cometer la tontería de descuidar la gracia de Dios.
Consideremos, por ejemplo, el caso de los esposos. Reciben, con el Sacramento del Matrimonio, la gracia de amarse como Dios los ama. Pero deben cultivar esa gracia, practicando juntos su vida de fe: ir a Misa, leer y reflexionar la Palabra, hacer oración, rezar el Rosario, visitar el Santísimo. Entonces la gracia recibida da fruto. Pero si en cuanto se casan se olvidan de Dios, dejan de ir a Misa o van de vez en cuando, nunca se confiesan ni rezan, la gracia sacramental queda estéril y cuando surgen problemas no tienen la fuerza para superarlos.
Otro ejemplo: quien es ordenado sacerdote; debe cultivar la gracia de este Sacramento con una intensa vida de oración, no olvidar su rezo de la Liturgia de las Horas, confesarse con frecuencia, acudir a retiros, tener un director espiritual. De otro modo, si se limita a administrar los Sacramentos, puede caer en la rutina y el desánimo y ser fácil presa de toda clase de tentaciones.
No nos engañemos: somos como niños muy pequeños y caminamos sostenidos por la mano de nuestro papá; si nos soltamos, nos tambaleamos, tropezamos, caemos.
¿Qué podemos hacer para evitar caer como cayó Salomón?
Hacer lo que él no hizo: obedecer siempre al Señor. Mantenernos a Su lado, volver continuamente nuestra mirada hacia Él, para buscar y cumplir en todo Su voluntad; no guiarnos nunca por nuestros propios criterios; sino pedirle día con día:
“Enséñame a cumplir Tu voluntad, y a guardarla de todo corazón; guíame por la senda de Tus mandatos, porque ella es mi alegría” (Sal 119, 33-35).
Aparentemente tiene un final feliz.
Eso creeríamos si nos quedamos solamente con lo que dice la Primera Lectura que se proclama en Misa (ver 1Re 3, 5-13), que narra cuando Dios le ofrece al jovencito y recién nombrado rey Salomón que le pida lo que quiera, (¡uy lo que a nosotros se nos hubiera ocurrido pedir!), y él se limitó a solicitar sabiduría para poder gobernar.
Y dice el texto que a Dios le agradó tanto la petición de Salomón, que le dijo: “Por haberme pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría para gobernar, Yo te concedo lo que me has pedido. Te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti. Te voy a conceder, además, lo que no me has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda comparar contigo” (1Re 3, 11-13).
Si cerramos allí el misalito o la Biblia nos quedamos muy contentos, admirados con lo que el rey Salomón pidió y más admirados aun con lo que Dios, generosísimanete, le concedió.
Pero ahí no termina la historia, y lamentablemente más adelante se pone mal.
En el capítulo once, el autor menciona que Dios pidió a los israelitas que no se unieran a mujeres extranjeras, explicándoles por qué: “de seguro arrastrarán vuestro corazón tras sus dioses” (1Re 11, 2).
Conocedor del alma humana, Dios ya sabía que un hombre enamorado es capaz de cometer locuras con tal de tener contenta a su amada, y que ella puede influirlo para bien o para mal, y que un israelita apasionado por una mujer que adorara dioses paganos, podía terminar adorándolos también.
Dios quería salvarlos de cometer el pecado de la idolatría, pero desgraciadamente basta que al ser humano se le prohíba una cosa para que quiera hacerla, y Salomón no fue la excepción.
Dice el texto bíblico que este rey llegó a tener ¡¡mil mujeres!! (setecientas princesas y trescientas concubinas), y contradiciendo lo que Dios pidió, “se apegó a ellas por amor” y que cuando ya era anciano, éstas “inclinaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero de Yahveh su Dios” (1Re 11, 3-4).
Detengámonos aquí y preguntémonos desconcertados cómo es posible que Salomón no cumpliera la orden de Dios, siendo que la sabiduría es la virtud que inclina el corazón a preferir las cosas de Dios, y él estaba Salomón lleno de una sabiduría tan grande que hasta la reina de Sabá viajó desde los confines de la tierra para conocerle y comprobó admirada que era cierto lo que se decía del rey (ver 2Cron 9, 1-8), hecho que el propio Jesús comentó (ver Mt 12, 42).
¿Qué le pasó?, ¿su sabiduría expiró?, ¿era perecedera?, ¿tenía fecha de caducidad? No, los dones que Dios da duran siempre.
Entonces, ¿qué fue?, ¿le dio demencia senil?
Achacar a esto su conducta sería muy cómodo y hasta parecería compasivo: ‘pobrecito Salomón, ya estaba chocheando’. Pero la verdad es que la Biblia menciona a muchos otros viejitos, de muchos más años que Salomón, que supieron mantenerse fieles al Señor hasta el final.
Entonces, ¿qué pasó?, ¿cómo explicar la tremenda estupidez que cometió el hombre más sabio de su tiempo?
No hay más que una explicación.
Que desperdició miserablemente la gracia que Dios le dio. Así de simple y de terrible.
Es que la gracia divina nunca es una imposición ni convierte en marioneta a quien la recibe.
Es un regalo que debemos cultivar toda la vida, que va a perdurar si lo sabemos aprovechar.
San Pablo nos pide que no echemos la gracia de Dios en saco roto (ver 2Cor 6, 1), porque es fácil desperdiciarla como la desperdició Salomón.
En cierto momento, le importó más el amor de sus mujeres que el amor de Dios.
Echó a un lado su sabiduría y se dejó atontar.
Y quedó estéril en él la gracia que Dios le había otorgado.
Resulta impactante, no sólo porque nunca hubiéramos esperado que le sucediera eso al súper sabio Salomón, sino porque cabe esperar que también nos pase a nosotros.
Ninguno está a salvo de cometer la tontería de descuidar la gracia de Dios.
Consideremos, por ejemplo, el caso de los esposos. Reciben, con el Sacramento del Matrimonio, la gracia de amarse como Dios los ama. Pero deben cultivar esa gracia, practicando juntos su vida de fe: ir a Misa, leer y reflexionar la Palabra, hacer oración, rezar el Rosario, visitar el Santísimo. Entonces la gracia recibida da fruto. Pero si en cuanto se casan se olvidan de Dios, dejan de ir a Misa o van de vez en cuando, nunca se confiesan ni rezan, la gracia sacramental queda estéril y cuando surgen problemas no tienen la fuerza para superarlos.
Otro ejemplo: quien es ordenado sacerdote; debe cultivar la gracia de este Sacramento con una intensa vida de oración, no olvidar su rezo de la Liturgia de las Horas, confesarse con frecuencia, acudir a retiros, tener un director espiritual. De otro modo, si se limita a administrar los Sacramentos, puede caer en la rutina y el desánimo y ser fácil presa de toda clase de tentaciones.
No nos engañemos: somos como niños muy pequeños y caminamos sostenidos por la mano de nuestro papá; si nos soltamos, nos tambaleamos, tropezamos, caemos.
¿Qué podemos hacer para evitar caer como cayó Salomón?
Hacer lo que él no hizo: obedecer siempre al Señor. Mantenernos a Su lado, volver continuamente nuestra mirada hacia Él, para buscar y cumplir en todo Su voluntad; no guiarnos nunca por nuestros propios criterios; sino pedirle día con día:
“Enséñame a cumplir Tu voluntad, y a guardarla de todo corazón;
guíame por la senda de Tus mandatos, porque ella es mi alegría” (Sal 119, 33-35).