Mansedumbre
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘No puedo creer que no le contestaras nada’. ‘¿cómo es posible que reaccionaras tan calmadamente? ¡tienes sangre de horchata!’, ‘¡te pasas de buena gente!’
Son frases que suele escuchar quien ante cierta enojosa situación o confrontación no reaccionó con violencia, ni con eso que los psicólogos modernos llaman ‘asertividad’, que puede traducirse como no ‘dejarse’ de nadie y poner al otro ‘en su lugar’.
Parece que en este mundo se nos enseña a regirnos por aquella cantilena que repetíamos en algunos juegos los que fuimos niños en el siglo pasado: ‘voy derecho y no me quito, si me pegan, me desquito...’
Así vive mucha gente. Si conduce un auto y otro conductor le da un ‘cerrón’, tarde se le hace para acelerar y darle un cerrón peor, acompañado de cinco claxonazos, para que aprenda. Si una persona le hace un comentario desagradable, de inmediato le responde con otro más desagradable. Si alguno hace la menor cosa que le molesta, luego luego se lo hace notar, y no pocas veces con franqueza que raya en rudeza.
Pero Jesús, en el Evangelio dominical (ver Mt 11, 25-30), nos pide que aprendamos de Él a ser mansos.
¿Qué significa eso?
Hay quienes creen que ser ‘mansos’ equivale a ser ‘mensos’, a dejar que otros se aprovechen y les pasen por encima; también piensan que implica quedarse de brazos cruzados ante las injusticias.
Pero no es así.
El diccionario define ‘manso’ como: ‘de condición benigna y suave; apacible, sosegado, tranquilo’.
En otras palabras, ser manso es lo opuesto a ser violento; responder con mansedumbre es lo contrario a responder con violencia.
No se trata de no decir nada, ni de solapar injusticias, se trata de resolver los conflictos pacíficamente, para mantener y/o alcanzar la paz.
En ese sentido, es muy significativo lo que menciona la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Zac 9, 9-10).
Habla de un rey que llega victorioso y que anuncia la paz, pero viene ¡montado en un burrito!
Quizá parezca risible que un rey pueda llegar victorioso montado en semejante animal, pues lo acostumbrado es que la victoria se obtenga con la fuerza de un gran ejército, y el que lo comande cabalgue un brioso corcel.
La imagen planteada por el profeta Zacarías parece absurda a primera vista, pero obliga a reflexionar.
Es evidente que ese rey no obtuvo la victoria avasallando a sus enemigos, que no obtuvo la paz haciendo la guerra.
Entonces, ¿cómo la consiguió?
De un modo muy distinto al acostumbrado.
La suya es una victoria que no se obtiene violentando o arrasando, es una victoria del corazón, que a su vez se traduce en una paz del corazón.
La verdadera victoria no es la que se logra con violencia, lo que a la larga -o a la corta- provoca más violencia, sino la que se consigue con paz, porque genera paz.
No por casualidad el propio Jesús entró en Jerusalén en un burrito, y lo primero que hizo cuando se presentó, resucitado, en medio de Sus Apóstoles, fue desearles la paz (ver Jn 12, 12-16;20,19-21).
Cuando respondes con violencia te apartas de la vocación de amar a la que te llama el Señor. Y tal vez de momento te desahogas, dices:‘¡¡fui y le dije tres cosas!!’, pero luego tienes que ir a disculparte ¡por esas mismas tres cosas!, porque faltaste al amor.
Dejarse llevar por la ira siempre resulta negativo, cuando pasa el enojo queda el remordimiento, la vergüenza, las ganas de no haber reaccionado con tanta vehemencia.
En cambio, la mansedumbre implica mantener la calma, pensar antes de hablar o actuar, para no decir ni hacer algo de lo que luego haya que arrepentirse, y, sobre todo, edificar y conservar la paz.
Ser mansos no es ser mensos, todo lo contrario; es elegir el camino mejor, el que siguió y nos propone el Señor.
Lo fácil -y lo tonto- es no imitarlo a Él, sino dejarnos llevar por nuestro instinto animal de responder pronto y mal al mal.