Oración y respuesta
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Te ha ocurrido que oras pidiéndole a Dios algo, por ejemplo que se resuelva un asunto, o que sane una persona querida, o que no pase algo que temes, y cuando las cosas resultan como pediste, piensas que tu oración no tuvo nada que ver, que aquello bueno que sucedió iba a suceder de todos modos, que fue casualidad, o incluso como que no acabas de creer que realmente sucedió?
Es curioso que mucha gente reza como por no dejar, o como para sentir que no se ha quedado de brazos cruzados, pero realmente en el fondo de su alma no cree que Dios le va a conceder aquello que le pide.
Mi mamá contaba una anécdota de un pueblo que llevaba largo tiempo sufriendo una tremenda sequía. El señor cura decidió organizar una jornada de oración para pedir a Dios la lluvia. Acudieron todos los habitantes de aquel lugar y la iglesia se llenó. El padre, al verlos llegar, no se alegró, sino que movió la cabeza, decepcionado, y les dijo: ¡gente de poca fe!, ¡vienen a pedir que llueva, y ninguno trae paraguas!’
Recordé esto porque en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 12, 1-11), se narra que cuando Herodes apresó a Pedro, “la comunidad no cesaba de orar a Dios por él” (Hch 12,5).
¿Qué sería lo que le pedían a Dios? Seguramente que Pedro estuviera bien y sobre todo, que quedara libre.
Dice el texto bíblico que la noche anterior a que Herodes iba a hacer comparecer a Pedro, éste estaba durmiendo, “atado con dos cadenas” y bajo la vigilancia de “cuatro turnos de guardia, de cuatro soldados cada turno”, cuando en eso se apareció el ángel del Señor, que despertó a Pedro, cuyas cadenas se cayeron solas; le pidió que lo siguiera, y pasaron juntos frente a todos los guardias, que quién sabe si estaban dormidos o despiertos, pero al parecer no se dieron cuenta de nada.
Al llegar a la puerta de hierro, ésta se abrió sola; salieron juntos a la calle, Pedro y el ángel y éste desapareció.
Entonces Pedro, que hasta ese momento no sabía si todo había sido un sueño, comprobó que en efecto estaba a media calle, ¡libre!, ¡Dios había enviado a Su ángel a liberarlo!
Hasta allí llega la Lectura de la Misa, pero si tenemos la curiosidad de ver en qué acaba esta historia y la buscamos en la Biblia, nos enteramos de que lo primero que hizo Pedro fue ir a la casa donde estaba la gente reunida orando por él.
Y aquí viene lo curioso: Tocó la puerta, la empleada doméstica fue a preguntar quién era (a medianoche ni loca abría la puerta, dada la persecución que había contra los cristianos), y cuando oyó que era Pedro, ¡no le abrió!, se metió corriendo a avisarles que éste había llegado. Y ¿qué creen que le contestaron? “Estás loca” (Hch 12, 15).
¡Los mismos que estaban orando para que Pedro saliera libre, no creyeron que había salido libre! Y por más que ella insistía, ¡no lograban aceptar que Dios había respondido su oración!
Pero como Pedro, seguramente extrañado de que no le hubieran abierto a la primera, siguió tocando, por fin fueron a abrir. Y dice el texto que al verlo “quedaron atónitos” (Hch 12, 16). ¿atónitos?, ¿qué no estaban pidiéndole a Dios la liberación de Pedro?, entonces, ¿por qué la sorpresa?
Al parecer estaban pidiéndola sin acabar de creer que se las concedería.
Con tantas cadenas y tantos soldados custodiando a Pedro les parecía imposible que pudiera salir.
Y lo que les pasó a ellos tal vez nos pasa también a nosotros.
Dejamos que se imponga nuestra lógica, que nos apabulle la realidad y tal vez oramos sin realmente creer que Dios pueda concedernos lo que le pedimos.
Como que pensamos: ‘¡uy!, esto está muy difícil, ¡aún para Dios!’, ‘esto es imposible, ¡ni siquiera Dios puede hacer algo al respecto!’.
¡¡Nos falta tener la convicción de que todo es posible para Dios!! Y nos falta también llevar esa convicción a nuestra oración.
Y cabe aclarar que dicha convicción no implica creer que porque Dios lo puede todo, nos concederá todo lo que le pidamos.
Con la certeza de saber que Dios tiene el poder para concedernos aquello que le pedimos, debe venir aparejada también la certeza de que por Su sabiduría y Su amor por nosotros, no nos concede cuanto le pedimos, sino sólo aquello que es para nuestro bien.
Pidámosle a Dios que nos conceda estar atentos al modo como nos responde a lo que le pedimos, ser sensibles a Sus intervenciones en nuestra vida, para no achacarlas a la casualidad o a la coincidencia, ni pensar que de todos modos iban a suceder o que Él no tuvo nada que ver, sino saberlas captar, aceptar y agradecer.