Hacer el bien
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Te ha pasado que alguien a quien según tú le hiciste un bien, lo tomó a mal?, ¿que por beneficiar a una persona te perjudicaste tú?, ¿que tu buena obra fue malinterpretada, criticada, te metió en problemas?
Y ¿cómo reaccionaste?
Tal vez dijiste: ‘eso me gano por ayudar, yo ya no me meto más en este asunto; ‘¡yo hasta aquí llegué, a ver quién más le da una mano!’; ‘si sabe contar, ¡que no cuente conmigo!’, o alguna otra frase parecida para dejar clara tu renuncia a seguir haciendo el papel de buen samaritano.
Cuando hacemos un bien, solemos esperar un resultado positivo, por ejemplo que nos agradezcan, que nos reconozcan, tal vez incluso que nos devuelvan el favor...
Y si no sólo no sucede esto sino todo lo contrario, no estamos dispuestos a soportarlo.
Pero entonces llega san Pedro y nos desconcierta afirmando, en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Cuarto Domingo de Pascua (ver 1Pe 2, 20-25):
“Soportar con paciencia los sufrimientos que les vienen a ustedes por hacer el bien, es cosa agradable a los ojos de Dios” (1Pe 2, 20).
Como quien dice, que Dios espera que sigamos haciendo el bien aunque ello implique sufrir.
Claro, es importante aclarar que no se trata de sufrir por sufrir, y mucho menos de sufrir como consecuencia no de haber hecho el bien, sino un mal disfrazado de bien. Ese sufrimiento desde luego que no es agradable a Dios.
Lo que resulta agradable a Dios es que estemos tan decididos a hacer el bien, que aceptemos incluso sufrir por ello.
El acento no está en sufrir, sino en hacer el bien, pase lo que pase.
Y ¿cómo sabemos si lo que queremos hacer es en verdad un bien?
Ayuda considerar si cumple al menos estas tres condiciones:
1. Que queramos hacerlo por amor a Dios; que estemos seguros de que aprobaría nuestra intención, los medios que usemos y el resultado que esperamos. Que lo que nos mueva sea cumplir Su mandamiento de amar y servir, es decir, aprovechar lo que somos y tenemos para bien de los demás.
2. Que queramos hacerlo por amor al prójimo, no por amor propio, no para darnos aires de superioridad, no para tranquilizar nuestra conciencia, no para ser admirados.
3. Que cuidemos hacerlo de manera prudente, oportuna, discreta; ofreciendo nuestra ayuda sólo cuando sea necesario y conveniente, y sin buscar que todos se enteren.
Si cumplimos estas condiciones, podemos tener la tranquilidad de que obramos bien, y si obtenemos un resultado desfavorable, será más fácil asumir y soportar con paciencia, como pide san Pedro, lo que nos toque sufrir por haber hecho aquella obra buena.
No olvidemos que el enemigo está siempre buscando maneras de desviarnos del buen camino, y para que desistamos de hacer el bien nos inspira desanimarnos, enojarnos, indignarnos o desesperarnos cuando las cosas no salen como queremos, especialmente cuando hemos hecho un bien que aparentemente nos ha causado un mal y nos toca sufrir alguna desagradable consecuencia.
Pero san Pedro nos recuerda: “también Cristo sufrió por ustedes y les dejó así un ejemplo para que sigan Sus huellas” (1P 2,21), y más adelante nos hace ver que en medio de Sus sufrimientos, el Señor no lanzó insultos o amenazas, sino “encomendaba Su causa al Único que juzga con justicia”. (1Pe 2,23).
Por lo tanto, lo que nos toca hacer a nosotros es el bien, y perseverar en esa siembra buena, aceptando de antemano y con paz que el resultado puede no ser el que pensamos, pero la cosecha es de Dios, y lo ponemos todo en Sus manos