y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Sed

Alejandra María Sosa Elízaga**

Sed

En muchos pueblitos la vida parece detenerse al mediodía. Las calles se quedan vacías, excepto por uno que otro perro que duerme echado a la sombra de algún árbol.

 Es que cuando el sol cae a plomo y el calorón está en su apogeo, la gente prefiere quedarse a buen resguardo, bajo techo, en el frescor de su casa o su negocio, hacer siesta y reanudar actividades al atardecer.

 Por eso llama la atención lo que nos narra san Juan en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 4, 5-42): que era cerca de mediodía cuando una mujer fue al pozo por agua.

 ¿Qué pudo haberla movido a salir a esas horas?

 Podemos deducirlo cuando averiguamos que había tenido muchos ‘maridos’ y actualmente vivía en unión libre con un hombre.

 Cabe imaginar lo que decían de ella las metiches del pueblo, y las miradas de juicio y de desdén que le dirigían.

 Se entiende que prefiriera que lo que le enrojeciera el rostro fuera el sol y no la vergüenza; que lo que la agobiara fuera el calor y no las murmuraciones de las vecinas que se reunían temprano a recoger agua y a intercambiar chismes.

 Pero tener que salir a mediodía era un continuo recordatorio de que era criticada y despreciada. Y eso seguramente le pesaba más que su cántaro repleto de agua.

 En su libro ‘Tatuajes en el corazón’, Gregory Boyle, un padre jesuita que trabaja con ‘chavos banda y en situación de calle en EUA, cuenta que uno de ellos le dijo: ‘lo que más me duele es que la gente piensa que soy ‘menos’.

 ¿Cómo rescatar a una persona que es considerada ‘menos’ y que acaba creyendo que de veras lo es?

 La experiencia del padre muestra que ayuda mucho conocer su nombre, tratarla con respeto y cariño, tomarla en cuenta, pero lo que más ayuda es que descubra que Dios no la considera ‘menos’ sino que la ama incondicionalmente.

 De la soledad de la vergüenza, de la desgracia de sentirse irremediablemente caída, lo que realmente la pone de pie, afianza sus pasos vacilantes y la orienta a seguir el buen camin, es la mano tendida de Dios.

 Es lo que nos levanta también a nosotros, que tal vez por fuera no lo evidenciamos, pero quizá albergamos en el corazón muchas inseguridades, miedos, complejos, traumas y culpas, que nos hacen también sentirnos ‘menos’.

 En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa, san Pablo nos hace ver que “la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aun éramos pecadores” (Rom 5, 8).

 Como quien dice, que el Señor fue capaz de dar Su vida por nosotros cuando menos lo merecíamos; eso quiere decir que no sólo nos ama cuando nos portamos bien, sino que nos ama siempre, pase lo que pase.

 Si nos pide que no pequemos, si nos invita a cumplir Su voluntad, no es para amarnos más, ya nos ama todo lo que nos puede amar, sino para que nosotros nos abramos a Su amor, para que caminemos hacia Él, para que experimentemos el gozo de vivir la vocación de amar a la que nos ha llamado y para que le permitamos invitarnos a pasar con Él la eternidad.

 Parafraseando a san Pablo, podríamos decir que la prueba de que Cristo nos ama, es que reveló Su identidad a quien aún era una pecadora.

 Vemos en el Evangelio dominical que para dar a conocer la sensacional noticia de que el anhelado Mesías había llegado y era Él mismo, Jesús no eligió al rey o a un sumo sacerdote, o a un fariseo cumplidor de la Ley o a un letrado escriba, no.

 Eligió a esa mujer pecadora, avergonzada de sí misma, que, cansada de que la vieran feo, iba al pozo cuando estaba segura de no encontrarse a nadie.

 No sabía que allí la estaba esperando Alguien.

 Alguien que no la taladraría con la mirada, sino la miraría con ternura; Alguien que no vendría a condenarla sino a salvarla.

 Alguien que a la sed de ella, que más que una sed de agua era una sed de aprecio, de respeto, de verdadera aceptación y amor, respondió con Su sed, que tampoco era sed de agua, sino de almas, sed de sembrar Su Buena Nueva en tierra fértil, sed de que Su Reino fuera acogido y difundido con alegría y pasión.

 Al final, el pozo quedó intacto, el cántaro vacío, pero Jesús y la mujer saciaron su sed.

 Él, porque la movió a conversión; ella, porque descubrió su vocación.

 Tener sed es bueno porque nos recuerda que debemos beber agua. Pero no basta sentirla hay que saciarla.

 Y cuando se trata de sed espiritual, no solamente hay que reconocerla, sino pedirle al Señor que nos ayude a remediarla:

Me construí cisternas agrietadas

y tengo el alma en sequía

haz que la sed me alumbre

hasta Tu manantial *

 *(del poema ‘Sentencia compartida’ del libro de Alejandra Ma Sosa E, ‘Camino de la Cruz a la Vida’, Ediciones 72, México DF, p. 84).

*Publicado el 23 de marzo de 2014 en 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México (www.desdelafe.mx) y en la pag. del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx). También en la pag de facebook de Ediciones72 y de Ale M Sosa E Conoce los libros y cursos de Biblia gratuitos de esta autora y su ingenioso juego de mesa 'Cambalacho' aquí en www.ediciones72.com