Fe en marcha
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘Pero déjame pensarlo, aunque no prometo nada’, dice la letra de una canción que tal vez nosotros le hubiéramos cantado a Dios si nos hubiera pedido lo que le pidió a Abram.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Gen 12, 1-4), dice:
“dijo el Señor a Abram: “Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que Yo te mostraré” (Gen 12, 1).
De entrada, le pide que deje tres cosas vitales para él:
Su país
El lugar donde nació, del cual conoce la lengua, la gente y sus costumbres; el lugar donde ha pasado toda su vida, con el que está familiarizado, a donde pertenece, de donde es.
Para ir quién sabe a dónde, a ser un extranjero, donde todo le será ajeno: el idioma, la comida, las costumbres.
Le pide desarraigarse de su patria, cortarse de raíz y dejarse trasplantar en otro suelo.
Su parentela
Al oír esto tal vez algunos piensen que eso sí les gustaría, que Dios les pidiera dejar a ciertos parientitos a los que no tragan.
Pero el Señor no le pide a Abram que abandone sólo a los insoportables, sino a todos, incluidos aquellos a los que quiere y con los que cuenta.
Dejar a sus parientes era dejar la red de seguridad que le daba la tranquilidad de pensar que si algo le pasaba, ellos le echarán la mano.
Así era entonces y así es ahora.
En un hospital, por ejemplo, cuando sale un doctor a dar un parte médico siempre pregunta: ‘¿familiar de fulano?’ Se da por hecho que alguien de su familia está pendiente del paciente.
Abandonar a la familia es renunciar a contar con un apoyo incondicional.
La casa de su padre
Esto tiene varias implicaciones.
Por una parte, le daba identidad.
En ese tiempo se acostumbraba referirse a alguien mencionando de quién era hijo.
Abandonar la casa paterna conllevaba el riesgo de no ser ya reconocido como miembro de una determinada familia.
Por otra parte, dejar la casa del padre implicaba también renunciar a su patrimonio, a lo que le hubiera correspondido heredar o asumir. Era quedarse en una especie de orfandad emocional y material.
¡No le pide poco Dios a Abram!
Nos admira que le pida tanto, porque si hoy nos lo pidiera a nosotros, tal vez le diríamos: ‘si quieres que deje mi país dime a dónde quieres que vaya, a ver si me conviene; déjame averiguar cómo están las cosas por allá, qué idioma se habla, a ver si lo puedo aprender; qué costumbres tienen; cómo está la situación política, social, cultural.
Déjame comprarme una buena guía de turismo, darle una buena leída y luego te contesto.
Si quieres que deje a mis parientes, déjame preguntar si alguien que conozca tiene amigos o familiares en la tierra a la que me vas a mandar, para al menos tener a alguien conocido en quien apoyarme si necesito algo, voy a averiguar y luego te digo qué decido.
Si quieres que deje la casa de mi padre, déjame primero arreglar que a la hora de repartir la herencia el albacea me haga un traspaso a mi cuenta, porque ni modo que me vaya así nomás y renuncie al único patrimonio que tengo.
Voy a ver si es posible arreglar eso y te aviso.
¡Ay, qué bueno que no fue a nosotros sino a Abram a quien Dios se dirigió!
Porqué a diferencia de lo que nosotros hubiéramos respondido, él no hizo preguntas, no puso trabas, no inventó pretextos, ni siquiera pidió una brújula o un mapa.
En cuanto Dios le pidió que dejara todo y partiera, prometiéndole hacer de él un gran pueblo por el que serían bendecidos todos los pueblos de la tierra: “Abram partió, como se lo había ordenado el Señor”. (Gen 12, 4).
Partió sin demoras, sin aspavientos, sin pensarlo dos veces.
¿Por qué pudo renunciar a tanto y marcharse sin dudarlo?
Porque no tenía puesta su seguridad en sí mismo ni en su país ni en su gente ni en sus bienes, sino en Dios.
Su confianza estaba enteramente puesta en Dios, y por eso pudo decir sí a lo que Dos le pidió, y estar confiado, seguro, de que aunque renunciara a todo, aunque todo le faltara, no le faltaría nunca el apoyo de Aquel que lo llamaba a dejarlo todo.
Abram dejó mucho, pero obtuvo mucho más. Dejó una patria, unos parientes, una casa, pero se volvió padre de incontables pueblos en los que fue y sigue siendo abundantemente bendecido.
A nosotros no nos pide tanto Dios.
Apenas una renuncia aquí, otra allá.
Pero al igual que con Abram, cuando nos pide que dejemos algo no suele darnos muchas señas ni nos explica minuciosamente por qué nos lo pide o qué sigue después.
Simplemente espera que nos fiemos de Él, como Abram, con una fe que nos ponga en marcha cuando Dios nos pida marchar.
Ojalá no lo dejemos defraudado, nosotros, que le llevamos de ventaja a Abram que contamos con su ejemplo, y que sabemos, porque lo hemos comprobado cientos de veces después, en la Biblia y en nuestra propia vida, que como dice el Salmo que responde a esta Lectura: “En el Señor está nuestra esperanza, pues Él es nuestra ayuda y nuestro amparo” (Sal 33, 20-21)