Niebla y luz
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Quiénes aman la neblina?
Probablemente ciertos fotógrafos y pintores, algunos directores de películas de suspenso y de terror, y los románticos que, cómodamente arrellanados en su sillón favorito, la contemplan a través de un ventanal, mientras beben algo calientito.
¿Quiénes odian la neblina?
Pilotos de avión, capitanes de barco, ferrocarrileros, traileros y demás personas que manejan vehículos o deben recorrer trayectos que se vuelven peligrosos o incluso imposibles cuando hay neblina.
La neblina sólo es aceptable cuando se puede uno quedar donde está, cuando no tiene que salir para ir a alguna parte.
Pero en la vida no nos podemos quedar donde ni como estamos, hay que echar a andar.
Por ello resulta muy mala la noticia que nos da el profeta Isaías en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 60, 1-6): “espesa niebla envuelve a los pueblos”(Is 60,2a) como quien dice, estamos ‘amolados’ porque se nos ha echado encima una niebla que nos cubre por todos lados.
Y basta mirar alrededor para comprobar que es verdad.
Muchas personas viven como envueltas en espesa niebla porque no tienen fe, así que no logran ver a dónde van, no le hallan sentido a su vida; y por tanto viven sumidas en la niebla de la desesperanza, del miedo, de la depresión, de la adicción; una niebla que las obliga a la inmovilidad o que las desespera y las hace querer avanzar imprudentemente aprisa, y les sucede como cuando en la carretera hay niebla y un automovilista se impacienta y acelera, no es raro encontrarlo más adelante, accidentado, salido del camino o chocado en una carambola.
Ante la neblina no nos queda más remedio que detenernos o avanzar muy lentamente.
A menos que alguien venga en nuestro auxilio.
Luego de la mala noticia, el profeta nos da la buena, la mejor: en esta espesa neblina no estamos solos; dice Isaías: “sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta Su gloria”(Is 602b)
Quien se halla perdido en la niebla, quien se siente irremediablemente atrapado en esa nube gris impenetrable, y por más que llama y pide socorro, no es ayudado porque nadie logra ubicarlo, ¡qué alivio y alegría siente cuando por fin ve dibujarse la silueta de quien viene a rescatarle con una luz en la mano!; verlo aparecer de pronto, salir de aquella nata opaca y venir a su encuentro lo hace sentirse por fin a salvo.
De eso se trata la Navidad, de que ha habido Alguien capaz de penetrar nuestra niebla, que nos ha ubicado y ha venido a salvarnos. Y de eso se trata la Epifanía, de que nuestro Salvador ha hecho resplandecer Su luz sobre nosotros y sobre todos los que están todavía sumidos en la niebla y la tiniebla.
Pero no sólo ha venido a rescatarnos. Nos ha compartido Su luz para que podamos rescatar a otros.
Dice el profeta: “Caminarán los pueblos a tu luz” (Is 60, 3).
La luz con la que fuimos rescatados no está destinada a apagarse en nuestras manos, sino a alumbrar a otros.
Un amigo que salía mucho por carreteras neblinosas, recibió de regalo de su papá unos faros de halógeno para su coche. Y cuando iba de campamento con amigos, se ponía delante de la fila de automóviles, para guiar al coche que iba detrás de él, que a su vez guiaba al de atrás y así sucesivamente.
Se formaba una larga fila de autos que viajaban seguros porque el primero tenía la luz necesaria para que pudieran avanzar todos sin temor.
Y platicaba este amigo que se sentía feliz de poder dar esa ayuda a los demás.
Alumbrar el camino a otros siempre produce alegría.
Así lo da a entender el profeta, que invita a levantar los ojos, mirar alrededor, a todos los que vienen a aprovechar la luz recibida y compartida y dice “verás esto radiante de alegría; tu corazón se alegrará y se ensanchará”(Is 60, 5).
No en balde el Papa Francisco en su carta encíclica ‘Evangelii Gaudium’, habla desde el primer capítulo, de la alegría de evangelizar, para hacernos ver que compartir con otros la Buena Nueva de Jesucristo, además de un deber es ¡un gran gozo!
Y no se espera de nosotros que irradiemos la luz de un potente reflector. Dice el Papa en su encíclica ‘Lumen fidei’, que “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (LF 57). Lo que podamos, lo que sepamos, nuestra experiencia de Dios, es lo que podemos dar a los demás.
El sendero de la vida, riesgoso, curveado, flanqueado por barrancos, con pendientes difíciles, con bajadas peligrosas, está cubierto de espesa niebla, mas el Señor la ha penetrado, nos ha iluminado y rescatado.
Pero no sólo nos alumbra para que salgamos de la niebla y lo sigamos, sino para que, aprovechando esa luz, les alumbremos el camino a otros hermanos.