Ni más ni menos
Alejandra María Sosa Elízaga**
En una conocida plaza de escribanos en el centro de la Ciudad de México, a donde acudían personas que no sabían escribir o que no tenían máquina de ídem, a dictar alguna carta o a que les ayudaran a redactar algún documento o a llenar alguno de los ‘sopetecientos’ formularios que suelen solicitar las autoridades para los más diversos trámites, uno de los escribanos más populares y buscados era el que se dedicaba a hacer unas ‘traducciones’ muy especiales, que no consistían en traducir a alguna lengua extranjera un texto que le presentaran, sino en ‘traducirlo’, por así decir, a un lenguaje que él calificaba de: ‘elegantioso’.
Su ‘fuerte’ eran las cartas de amor (nadie como él para transformar una rústica declaración de cariño en un arrebato lírico que hubiera dejado pasmado al mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer), y también se especializaba en lo que hoy conocemos como ‘currículum vítae’.
Sabía sacarse de la manga toda clase de términos rimbombantes para inflar al máximo los escasos méritos o disimular la poca experiencia de alguien que hasta ese momento había temido presentar su ‘ridículum’ para solicitar chamba, y luego de recibir su historial ‘traducido’, salía de allí con renovada autoestima, llevando bajo el brazo un recuento verdaderamente ‘apantallador’ de sus raquíticos logros.
Hoy en día, con el uso de la computadora y el internet, ha disminuido notablemente el número de personas que acude a dicha plaza, y además el mencionado escribano ya se murió, pero lo que sigue vivo es lo que movía a toda aquella gente a acudir a él: un arraigado concepto de que para triunfar hay que presumir, hay que alardear, y ¿por qué no?, también estirar un poco, o un mucho, la realidad, para despertar en otras personas respecto, admiración, incluso envidia.
Pero, ¡qué vergüenza cuando el engaño se descubre!
No faltaba entonces, y no falta hoy, el político, empresario, estrella del deporte o la farándula del que se averigua y difunde que jamás pisó el suelo de la universidad donde dice que estudió; que la medalla que dizque recibió es ‘made in China’, o que la foto que lo muestra ‘tête à tête’ con un importante personaje, es fruto del ‘Photoshop’.
Duele más el trancazo cuando se cae de más arriba. Entonces, ¿por qué insistir en subir a falsas alturas de las que podemos -y vamos- a caer?
¿A qué se debe que los seres humanos tengamos este deseo de presentarnos ante los demás, mejores de lo que somos?
Tal vez obedece a dos motivaciones:
La primera, que buscamos ser apreciados y alabados, y la segunda, que, en el fondo, nos consideramos poca cosa, así que nos sentimos obligados a ‘fabricarnos’ una cierta imagen que concuerde con lo que la gente suele valorar, y por eso fingimos tener grandes conocimientos, poder, dinero, éxito....
Así funcionan las cosas en el mundo, pero la Palabra de Dios tiene algo muy distinto que decirnos al respecto.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa, el libro de la Sabiduría propone: “Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas, y hallarás gracia ante el Señor” (Eclo 3, 18).
Y en el Evangelio asegura Jesús que “el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. (Lc 14, 11).
¿Por qué nos pide el Señor algo que va tan a contracorriente de lo que el mundo acostumbra, más aún, alienta?
Porque para Él no son válidas las dos motivaciones que suelen movernos a proyectar una imagen engrandecida de nosotros mismos.
No quiere que busquemos admiración de los demás, por tres razones: la primera, porque ello nos hace vivir pendientes del qué dirán, tratando de conformarnos con criterios mundanos que suelen ir al revés de los divinos; la segunda, porque nos da una falsa sensación de superioridad, de creernos por encima de otros, y la tercera porque esto humilla a quienes nos rodean, los lastima, los hace sentirse inferiores, por debajo de nosotros.
Tampoco admite que nos creamos tan poca cosa que tengamos que inventar que hemos obtenido grandes triunfos. Para Él no valemos por nuestro abultado currículum, sino porque somos hijos de Dios, amadísimos, y nada puede separarnos de Su amor (ver Rom 8, 35-39)
No tenemos que esforzarnos para que el mundo nos valore. ¡Ya somos valiosísimos a los ojos de Dios (ver Is 43, 4), y la Suya es la única opinión que debíamos tomar en cuenta!
No necesitamos ‘traducción’ para presentarle al Señor nuestros pequeños logros como si fueran mayores de lo que son; lo único que Él nos pide, para considerarlos en verdad grandes, es que hayamos obrado con humildad y amor.