Fe descubierta
Alejandra María Sosa Elízaga**
No sé por que no llegaron antes a ver a Jesús. Tal vez en gran parte, como suele suceder, por temor al ‘qué dirán’.
Me refiero a un hombre y a una mujer de los que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 5, 21-43).
Él se llamaba Jairo y era jefe de una sinagoga, un personaje sin duda muy conocido y respetado, pero al que todo su poder y su prestigio no le valían de nada para resolver lo que más lo angustiaba: tenía una hijita y estaba muy enferma.
De la mujer no sabemos su nombre, sólo que tenía muchísimo dinero, pero éste no le había arreglado su problema. Había gastado toda su fortuna en tratamientos para curarse unos flujos de sangre que padecía desde hacía ya doce años, y seguía igual.
Vivían en Cafarnaúm, ciudad en la que vivió también Jesús (probablemente en casa de Simón y Andrés, ver Mc 1,21.29.3,20). Y es muy posible que hubieran escuchado hablar de Él y de Sus milagros, pero nunca habían decidido buscarlo. Hasta entonces.
Me imagino a Jairo caminando de ida y vuelta, de ida y vuelta en su habitación, considerando la posibilidad de ir a ver a Jesús, pero resistiéndose, pensando: ‘los líderes de mi comunidad no tienen buena opinión de Él, dicen que cura en sábado, que no respeta la ley. Si voy a verlo me voy a ‘quemar’, y yo tengo una posición, una imagen que cuidar, ¿qué va a pensar mi gente?, me van a criticar, se van a burlar de mí, ¡puede ser que hasta pierda mi puesto, mi prestigio!’
También me imagino a la mujer, acostada en su cama, con la mirada fija en el techo, pensando en acudir a Jesús pero anteponiendo mil consideraciones: ‘no está permitido que yo haga algo así; qué tal si me reprende, qué tal si la multitud se vuelve contra mí, me voy a volver la comidilla de las chismosas del pueblo, no debo arriesgar mi reputación, no puedo permitir que eso me pase a mí...’
Al igual que tenían ellos, hoy en día hay personas que tienen variados y según ellas muy bien fundados pretextos para no encontrarse con Jesús: ‘van a tildarme de mocho’, ‘voy a parecer débil’, ‘ya no me van a incluir en el grupo al que quiero pertenecer’, ‘voy a ser el hazmerreír de todos’.
Hay gente que pasa años, quizá toda su existencia, ignorando a Jesús, pensando que por sí misma, con su inteligencia, su trabajo, sus amistades o palancas o cualquier otro recurso humano, saldrá adelante. Y como es todo lo que tiene, defiende a toda costa su poder o su imagen o su dinero, confiando en que ello bastará. Hasta que se topa con una situación límite en la que nada de eso le sirve. Llega inesperadamente una enfermedad, la muerte de un ser querido, una crisis fuerte, y entonces de golpe se da cuenta de que había estado muy equivocada su escala de valores, que aquello que parecía fundamental no lo era en realidad. Y no le queda más remedio que reconocer que se le terminó la cuerda, que sus propios recursos son insuficientes y que es indispensable y urgente que vuelva su mirada hacia Jesús.
Y así, por ejemplo, lee uno en los libros de historia o en el periódico, que ante la inminencia de su muerte, un famoso intelectual ateo o un político masón o un conocido ‘comecuras’ mandó llamar a un sacerdote para confesarse; se dio cuenta de que le quedaba una última oportunidad y ya no le preocupó si sus amigos o compañeros lo criticaban, ‘¡qué le hace lo que digan, es mi último ‘chance’, es ahora o nunca!’ Paradójicamente suele suceder que al final lo primero es lo primero.
Esa situación se le presentó a Jairo y a la mujer: a él se le agravó su hijita; a ella se le acabó su fortuna.
Jairo tomó entonces la decisión de ir personalmente a buscar a Jesús; sin importarle nada qué diría la gente. Así mismo la mujer decidió arriesgarse e ir a donde estaba Jesús, eso sí, todavía sin atreverse a dar la cara; como le habían dicho que de Él emanaba un poder curativo, se le ocurrió que podía colarse disimuladamente entre la multitud, acercarse a Jesús, tocar la punta de Su manto y salir de ahí discretamente.
Así pues, Jairo y la mujer, cada uno por su lado, con un poco de nervios y un mucho de esperanza, fueron al encuentro de Jesús.
Jesús estaba rodeado de un gentío, y es notable que Jairo se atrevió a postrarse ante Él para suplicarle que fuera a curar a su hijita. Y valió la pena, porque el Maestro accedió a su petición y se pusieron en marcha.
Por su parte el plan de la mujer le funcionó de maravilla: aprovechando la multitud que rodeaba a Jesús, logró acercársele y tocar su manto, y tal como esperaba, quedó curada al instante.
Hasta allí todo iba bien para ambos, pero entonces sucedió lo inesperado.
Jesús hizo lo último que la mujer hubiera querido: se paró en seco y preguntó quién lo había tocado. ¡Cuándo iba ella a imaginar que Él se daría cuenta de lo que ella había hecho! Cabe suponer que de golpe le regresaron la vergüenza y el temor de verse descubierta.
Por su parte a Jairo, que seguramente aguardaba con mal disimulada impaciencia que el Maestro reanudara la marcha, le vinieron a dar la peor noticia: que su hijita había muerto. Y todavía le echaron sal en la herida: “¿Para qué sigues molestando al Maestro?’ Al dolor de haber perdido a su niña, se le añadió la pena de pensar: ‘en balde le pedí un favor y me postré ante Él frente a todos.’
La mujer y Jairo, que creían haber hecho lo más que podían yendo a buscar a Jesús para que les hiciera un milagro, se vieron de pronto en la necesidad de dar un paso más, ir más allá: no sólo descubrir su fe, sino probarla.
Jesús no quiso que se quedaran con la equivocada idea de que tener fe es algo simple o superficial o exterior. Ni que consistía en acercarse a Él para pedirle un favor y luego olvidarse de Él.
Quería que profundizaran, que comprendieran y afianzaran su fe.
Y cuando ambos lo hicieron experimentaron algo extraordinario.
Cuando la mujer se acercó a confesar lo que había hecho y temblaba tal vez pensando que sería regañada y castigada pues una mujer ‘impura’ no debía tocar a nadie, mucho menos a un Maestro tan respetado, no recibió lo que temía, todo lo contrario: Él la miró con amor, la llamó hija, le dio una enseñanza vital: le dijo que fue su fe la que le obtuvo su curación, y la despidió colmada de paz.
También Jairo, sintió no sólo el bálsamo de la mirada compasiva de Jesús, sino una invitación Suya irresistible: “no temas, solamente ten fe”.
Cabe hacer aquí un paréntesis para considerar, ¿qué es esa fe a la que Jesús se refería?, ¿en qué consiste? Hay quien cree que se trata de una especie de autosugestión, que si dice: ‘sí creo, sí creo’ ya con eso obtendrá lo que pida, pero no es así. Desde luego la fe implica creer en Dios, pero no sólo con la mente sino con el corazón, con todo el ser. Tener fe implica, por supuesto, creer que Dios lo puede todo, pero implica también estar dispuesto a amoldarse a Su voluntad. En pocas palabras, tener fe es decirle sí al Señor.
La mujer respondió así a Jesús cuando Él preguntaba quién lo había tocado. Pudo escabullirse y no decir nada, pero eligió ponerse en Sus manos y reconocer ante todos su fe en Él.
Y Jairo también eligió creerle, y en lugar de despedirlo y regresarse solo a casa a preparar el funeral de su pequeña, aceptó que lo acompañara. Se atrevió a creer que era posible lo imposible y no quedó defraudado. Cuando llegaron Jesús acalló los llantos de quienes lloraban la muerte de la niña, entró a donde ella estaba, la tomó de la mano y le devolvió la vida.
¡Cómo cambiaron las cosas ese día para aquella mujer y para Jairo y su familia!
Ella, que hubiera querido pasar desapercibida, fue de pronto el centro de todas las miradas, pero ello le permitió tener un encuentro personal con Jesús. Él, que nunca hubiera querido que se le muriera su hija, experimentó ese dolor que le permitió acercarse más a Jesús y cimentar sobre roca su fe en él.
Ambos vivieron en carne propia lo que experimenta todo aquel que se atreve a dejar atrás prejuicios y resistencias e ir al encuentro de Jesús: darse cuenta de que sus temores eran vanos, sus prioridades estaban de cabeza, y todo lo que antes le inquietaba ya no le quitará nunca más el sueño.
Es que el encuentro con Jesús lo transforma, lo ilumina todo.
Decía san Agustín: ‘Señor, Tú lo aligeras todo, pero como yo estoy lleno de mí, soy una carga para mí mismo.’
Por eso es una pena que tanta gente espere hasta que no le queda más remedio, hasta que ya se le vino encima un problemón del que no logra salir, o hasta que siente que ya le llegó la hora de morir, para acordarse de Jesús y tratar de acercarse a Él.
¡Qué lástima que alguien pierda durante toda la vida la oportunidad de disfrutar Su cercanía, conocerlo a través de Su Palabra; recibir Su abrazo y Su perdón en la Confesión; entrar en comunión con Él en la Eucaristía; tener una amistad íntima y estrecha con el mejor Amigo que hay...
Qué pena posponer y posponer el encuentro más maravilloso del mundo o, peor aún, dejarlo para el mero final.
El Evangelio ya no dice qué fue de aquella mujer, pero suponemos que regresó más que contentísima a su casa, y de Jairo suponemos que junto con su esposa e hija disfrutó la más feliz comida familiar.
Ambos se han de haber sentido completamente gozosos de haber ido a ver a Jesús, de haber confiado y haber reconocido públicamente su fe en Él.
Solamente les ha de haber quedado algo que lamentar, se han de haber hecho unas preguntas que ojalá tú nunca te tengas que plantear: ¿cómo no me acerqué antes a Jesús?, ¿por qué esperé tanto?, ¿para qué me tardé tanto?
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