Verdadero consuelo
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Sabes consolar al que está triste?, ¿logras decir las palabras justas, las que en verdad lo conforten?, o tal vez eres como uno del que supe que en un velorio, abrazó a uno de los deudos y como estaba acostumbrado a dar abrazos sólo en los cumpleaños le dijo, por inercia: ‘muchos días de éstos’. No es fácil saber qué decirle a alguien que sufre. Hay veces en que lo mejor es simplemente acompañarlo en silencio. Por eso llama la atención lo que afirma el profeta Isaías en la Primera Lectura que se proclama este Domingo de Ramos: “El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento” (Is 50, 4). ¿Cómo le hizo?, ¿cómo consiguió esa ‘lengua experta’? Lo averiguamos si seguimos leyendo. Dice: “Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído para que escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír Sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás” (Is 50, 4-5). Una primera condición para lograr tener lengua experta es tener oído de discípulo, ¿qué significa eso?, saber escuchar la Palabra de Dios, acogerla, meditarla, y cumplirla, sobre todo cumplirla, lo cual no siempre es sencillo. Hay veces en que la Palabra de Dios es exigente, nos pide que perdonemos al que no queremos perdonar, que renunciemos a algo a lo que estamos aferrados, que demos lo que no queremos dar; en esos casos es fácil decir: ‘esto no me lo dice a mí’, ‘esto suena bonito pero es imposible de cumplir’, se tiene la tentación de oponer resistencia o echarse para atrás. Pero quien supera esa tentación, quien se mantiene firme en la escucha y obediencia a la Palabra de Dios, adquiere, por una parte, una sabiduría que viene de lo alto, que puede comunicar a otros, y por otra parte, va descubriendo que le es posible amoldarse a la voluntad de Dios, aunque pida algo muy trabajoso de cumplir, porque Él le da la fuerza, Él lo sostiene. Por eso a continuación puede afirmar: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos. Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado.” (Is 50, 6-7). Aquí está la segunda condición para poder confortar al que sufre: haber sufrido. Sólo el que ha pasado por cierta situación sabe exactamente lo que se siente y está en posibilidades de consolar al que la está padeciendo.
Es muy significativo que se haya elegido este texto como Primera Lectura en Misa este domingo en el que se proclama el Evangelio que narra la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, un relato en el que vemos a Jesús sufrir críticas, traición, tristeza, el abandono de los Suyos, burlas, golpes, escupitajos, azotes, una condena injusta e ignominiosa y la muerte en la cruz. De hecho, las palabras del profeta Isaías anuncian lo que le sucedería, siglos después, a Jesús. Él también fue golpeado, le tiraron de la barba, lo insultaron y escupieron. Y todavía más. Sufrió lo que nadie más ha sufrido, porque asumió los sufrimientos de todos. Libremente lo aceptó, se adentró hasta lo más hondo, lo más negro de nuestra realidad humana. ¿Por qué?, ¿para qué? Desde luego para comprender nuestro sufrimiento. Dice en la carta a los hebreos que Jesús no es incapaz de compadecerse de nosotros cuando sufrimos, porque Él mismo sufrió, es decir, sabe lo que se siente sufrir (ver Heb 4,15-16), pero sobre todo, sufrió para darle un sentido a nuestro sufrimiento, para volverlo redentor, para que podamos unirlo al Suyo y que deje de ser oscuridad que envuelve y agobia para convertirse en un camino iluminado por Aquel que es Luz del mundo, por Aquel que puede confortar al abatido más que a nadie. Él, que aceptó sufrir por nosotros, sí que puede consolarnos cuando sufrimos, y con Él de la mano también nosotros podemos convertirnos en consuelo para los demás, basta que dejemos que el Señor nos abra el oído para escuchar y vivir Su Palabra, y que aprovechemos lo que nos toque padecer no para deprimirnos o rebelarnos, sino para unir nuestro sufrimiento al Suyo y compartir con otros la paz y fortaleza que sólo Él nos da.