Nobleza obliga
Alejandra María Sosa Elízaga**
De todas las maneras que hay para dar gracias, una de las que mejor expresan cómo se siente la persona que recibe un favor es la que usan en Brasil: “muito obrigado”, que podría traducirse como “muy obligado”.
No sé si se deba a que así somos los seres humanos o se trate de un asunto cultural, social o de educación, pero cuando alguien hace algo por nosotros nos sentimos obligados a corresponderle de alguna manera.
En eso se basan, por ejemplo, quienes, en tiempos electorales, pretenden comprar el voto.
Saben que si una persona les acepta una despensa, un electrodoméstico o lo que sea que le regalen, se sentirá obligada a corresponder “asegurando presencia” en algún mitin (en otras palabras, dejándose acarrear), o votando por su candidato.
También quienes prometen a éste cierto número de votos, confían en que si gana se sentirá obligado a darles algo a cambio.
Es triste pero es así. Solemos establecer con los demás relaciones de “toma y daca”.
“Tú haces esto por mí, yo hago esto por ti”, “tú me das, yo te doy”.
Procuramos pagar lo poco con poco, y lo mucho con mucho, para poder decir, como en el tango: “mano a mano hemos quedado”.
Pero, ¿qué pasa cuando el favor que recibes es tan, pero tan desproporcionadamente grande que simplemente no hay modo de que puedas corresponder?
Entonces no tienes más remedio que quedar por siempre agradecido, manteniendo vivo el recuerdo de aquello bueno que hicieron por ti y haciéndole saber a quien lo hizo, que cuenta contigo para poder servirle en lo que necesite.
Pues, por si no lo sabíamos, nos hallamos precisamente en ese caso.
Sí.
Nos los hace saber san Pablo, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ef 2, 4-10).
Nos deja claro que hemos recibido el regalo más extraordinario que un ser humano pueda recibir, y ha sido sin mérito ni razón alguna de nuestra parte, es decir, sin haber hecho nada para merecerlo.
Afirma que cuando “nosotros estábamos muertos por nuestros pecados”, Dios “nos dio la vida con Cristo y por Cristo”, que el hecho de que podamos alcanzar la salvación se debe a la “pura generosidad” de Dios, que es obra de Su misericordia, de Su amor, de “la incomparable riqueza de Su gracia y de Su bondad para con nosotros”.
Y por si nos quedara alguna duda, todavía aclara: “no se debe a nosotros mismos, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir”.
En otras palabras, tenemos una deuda con Dios que no tenemos modo de pagar; nada que hayamos hecho, hagamos o podamos hacer, alcanzaría para empezar siquiera a disminuir lo que le debemos: que nos haya regalado la existencia en este mundo y que cuando lo defraudamos con nuestros pecados, no nos haya borrado de la faz de la tierra, sino haya asumido nuestra condición humana, nos haya rescatado del pecado y de la muerte, se haya quedado con nosotros hasta el fin del mundo y nos haya invitado a pasar la eternidad con Él.
¿Qué podemos dar a cambio de semejante regalazo?
Si pretendiéramos quedar a mano con Él, debemos reconocer que no tenemos con qué, pero eso no significa que no podamos hacer algo.
Así como a nivel humano, cuando alguien hace algo extraordinario por nosotros, lo tenemos siempre presente y procuramos servirle en lo que podamos, del mismo modo con relación a Dios, para tratar de corresponderle, en la medida de nuestras míseras fuerzas, sólo podemos esforzarnos por no olvidar cuánto ha hecho por nosotros, y hacer algo que le agrade a Él.
Y ¿qué le agrada?
Que hagamos el bien. Dice san Pablo que fuimos “creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos”.
Alguien puede preguntar: “¿pero qué no se está contradiciendo? Primero dice que lo que recibimos no se debe a nuestras obras y luego nos sugiere que hagamos el bien, es decir, buenas obras. ¿Quién lo entiende?”
A lo que cabe responder que no hay contradicción. Los dones que Dios nos da no se deben a nuestras obras, sino a Su generosidad.
Así que no hacemos obras para obtener algo de Dios, Él nos lo da todo gratuitamente. Pero como “nobleza obliga”, el reconocer todos los dones que Dios ya nos dio sin que los mereciéramos, nos mueve a corresponderle.
Y así, podemos corresponder a Su encarnación, amándolo en la persona de los demás, especialmente en los más pequeños y necesitados; corresponder a Su perdón, acercándonos a reconciliarnos con Él en el Sacramento de la Confesión, y también perdonando a los demás; corresponder a Su misericordia, siendo misericordiosos con otros; corresponder a que se haya dignado darnos Su Palabra, leyéndola, meditándola, compartiéndola; corresponder a que nos haya librado del pecado, procurando no caer en él; corresponder a Su presencia en la Eucaristía, acercándonos a recibirla; corresponder a que se ha quedado entre nosotros, dedicando un tiempo cada día solamente para estar con Él.
Con todo ello no pretendemos “comprar” la salvación, sabemos que el Señor nos la regala sin mérito de nuestra parte.
Es nada más una manera, pequeña y siempre insuficiente, pero la única que tenemos, de mostrarle que aceptamos Su regalo y se lo agradecemos.