Fin de los reclamos
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cuando te sucede algo que consideras malo, ¿qué tanto aguantas antes de empezar a reclamarle a Dios? Solemos soportar un poco lo que dura poco, pero no mucho lo que dura mucho, sobre todo si se pone peor. Puedes tolerar una dolor breve y pasajero, pero ¿que sea intenso y se prolongue semanas y semanas?; un conflicto leve con tu cónyuge, pero, ¿que se desmorone tu matrimonio?, un despido, pero ¿que pasen años y no encuentres empleo? Cuando vivimos situaciones que nos ponen duramente a prueba, es difícil no voltear hacia Dios a decirle: ¿qué pasa?, ¿por qué no haces algo al respecto? Nos sentimos como un niño que se estuviera ahogando en una alberca profunda y viera que en la orilla lo contempla impávido el salvavidas, que trae en la mano un flotador y se queda dándole vueltas y vueltas en lugar de aventárselo para que pueda asirse a él y salir a flote.
¿Por qué nos desespera que Dios no intervenga para rescatarnos cuando estamos con el agua hasta el cuello? Quizá porque tenemos una idea distorsionada de Dios. Cabe preguntarnos: ¿Qué esperamos de Dios?, ¿por qué lo buscamos?, ¿por qué lo buscas tú?
Si lo buscas sólo para que te resuelva todos los problemas como y cuando se lo indiques, entonces ten cuidado, porque al no recibir la respuesta que esperas puede sucederte una de estas cuatro cosas: 1. Que pienses que Él no existe y te olvides de Él. 2. Que pienses que sí existe pero no es Todopoderoso y por eso no puede resolver tu asunto, así que no tiene caso rezarle, y te olvides de Él. 3. Que pienses que sí existe y es Todopoderoso, pero no es Bueno y no le importa verte sufrir, en cuyo caso decides alejarte y te olvidas de Él. 4. Que pienses que sí existe, y es Todopoderoso y Bueno, pero tú no le importas y por eso no te ayuda, en vista de lo cual, decides que a ti tampoco te importa, y te olvidas de Él.
¿Te das cuenta? En todos los casos el resultado es igual y negativo: que termines apartándote de Dios, olvidándote de Él. Es seguramente una de las poderosas razones por las que Jesús no quería que se acercaran a Él sólo por Sus milagros, y por eso cada vez que sabía que la gente lo andaba buscando por esos motivos, se iba rápido a otra parte (ver Mc 1, 32-38; Mc 8, 11-13; Jn 6,14-15;).
¿Entonces, por qué buscar a Dios? Por Su amor y por la salvación que nos ofrece.
Al buscar a Dios por amor, descubrimos que Él nos amó primero (ver 1Jn 4,19), que nuestro amor es respuesta a Su amor eterno. Nosotros no existimos desde siempre, pero Él sí, y nos ama desde siempre, desde antes de crearnos. Conocer esto es comprender que no le hemos sido ni le seremos jamás indiferentes, y lo único que le interesa es nuestro bien. Pero ojo, no sólo nuestro bien en este mundo, que es pasajero, sino, sobre todo, nuestro verdadero bien: que alcancemos la salvación que nos ofrece. Tenemos así otra razón para buscar a Dios: que sólo Él puede salvarnos. Pero no lo pensemos nada más en términos del aquí y ahora (que nos salve de este enfermedad, de esta crisis, de esta tragedia), pues aunque desde luego se ocupa de nuestros asuntos en la tierra y podemos y debemos acudir a Él para pedirle ayuda en nuestros problemas cotidianos, no debemos olvidar que aunque sintamos que lo malo que aquí nos pasa dura demasiado, ese tiempo no es nada comparado con la eternidad y la felicidad sin final que estamos invitados a disfrutar. Así que aunque nos parezca que un dolor o un sufrimiento se prolonga excesivamente, si lo comparamos con el gozo que nos espera en la vida eterna, no es nada. Claro, eso no significa que debamos sufrir o aguantar los sufrimientos -propios o ajenos- sin intentar remediarlos, sólo que debemos situarlos en perspectiva, aprender a contemplarlos desde el punto de vista de Dios. Entonces, por más que se alargue un momento difícil en nuestra vida, si lo pensamos en términos de eternidad, es un instante, que duele, sí, que se sufre, sí, pero que si lo aprovechamos bien puede ayudarnos a purificarnos, a crecer en humildad, en paciencia, en comprensión hacia otros, en solidaridad, en amor.
Suele suceder que mientras estamos sufriendo nos quejamos amargamente, y luego que ya todo pasó, volvemos la vista atrás y logramos comprender que aquello contribuyó para nuestro bien y/o el de otros. Buscar a Dios por Su amor y por la salvación que nos ofrece nos permite tener esa visión no sólo al final sino mientras estamos viviendo cualquier dificultad, por grande que ésta sea. Nos ayuda a mantener firme la fe y la esperanza que tenemos puesta en el Señor, para poder decir, como en el Salmo que se proclama este domingo en Misa: “Aun abrumado de desgracias, siempre confié en Dios”. (Sal 116, 10).
Sólo cuando captamos que Él permite en nuestra vida únicamente aquello que puede contribuir a nuestra salvación, se nos inunda de paz el corazón y por fin nos quedamos ¡sin reclamos!
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