Oscuridad derrotada
Alejandra María Sosa Elízaga**
Publicado en "Desde la Fe", Semanario de la Arquidiócesis de México,
Dom 25 dic 11, año XVI, n.774, p.7
¿Le temes a la oscuridad? Ante esta pregunta casi todas las personas responden que no, que el temor a la oscuridad es cosa de niños. Y es que como nos rodean de toda clase de luces artificiales, rara vez nos quedamos a oscuras. Y aún cuando sucede un apagón, sabemos que basta con sacar el celular o la linternita de mano o incluso encender un cerillo para que nos alumbren, y hay veces en que ni eso necesitamos, por ejemplo, si nos hallamos en casa sabemos ubicarnos aunque estemos a oscuras, sentimos que tenemos la oscuridad digamos domesticada, que aunque ésta nos envuelva no corremos más riesgo que golpearnos el dedo chiquito del pie con la pata de una silla, mesa o cama. ¡Ah!, pero ¿qué sucede cuando nos vemos de pronto sumergidos en una negrura inesperada que no dominamos? Entonces sí que nos da miedo. Sin ir más lejos, el otro día, a la pregunta: "¿cómo te fue de temblor?", mucha gente contestaba que lo que más la asustó fue que al mismo tiempo que se le movía el piso, se fue la luz, todo se puso negro y se sentía que algo se caía. Eso sí que la espantó. Lo mismo sucede en nuestra vida. Hay veces en que se nos mueve el piso, tal vez por una enfermedad o la muerte de un ser querido, o por la falta de trabajo, o por una infidelidad de la pareja, o por haber sido víctimas de la delincuencia, y todo se nos pone negro, no vemos claro y sentimos que algo cae o decae, quizá la salud, la paz, relación conyugal, un proyecto, una esperanza. Experimentamos un verdadero terremoto emocional, y entonces sí que nos invade el miedo y nos preguntamos desesperadamente si acaso hay una luz que pueda librarnos de esa tiniebla en la que estamos sumidos. La buena noticia es que sí la hay, y este domingo en la liturgia todo nos lo anuncia. En la Misa de las primeras vísperas el salmista proclama: "Señor, feliz el pueblo que te alaba y que a Tu luz camina" (Sal 89, 16); en la Misa de medianoche dice el profeta Isaías: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció" (Is 9,1); en la Oración Colecta de la Misa de aurora se pide: "Señor, Dios Todopoderoso, que has querido iluminarnos con la luz nueva de Tu Verbo hecho carne, concédenos que nuestras obras concuerden siempre con la fe que ha iluminado nuestro espíritu", y en la Misa de día, afirma san Juan: "Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo." (Jn 1, 9).
Es significativo que el Adviento siempre termina apenas empezado el invierno, cuando los días son más cortos y las sombras llegan más temprano a adueñarse del ambiente, y sin embargo el ánimo de los creyentes no se ensombrece, y no porque llevemos cuatro semanas prendiendo progresivamente las cuatro velas de la corona de Adviento, sino porque hoy resplandece en nuestros corazones una luz como no hay otra, una que no encendemos nosotros sino Dios, la luz de la Navidad, que no es la que titila en las casas o comercios, sino aquella de la que nos dice san Juan que "brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron" (Jn 1, 5); una Luz que no sólo nos alumbra sino nos afianza por dentro, gracias a la cual ni se nos mueve el piso, ni se nos cae el ánimo, ni necesitamos ninguna otra porque esta Luz nos sobra y nos basta
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