Se abrió el cielo
Alejandra María Sosa Elízaga*
Ya no nos sorprende poder sacar del bolsillo un pequeñísimo celular, y oprimir unas cuantas teclas para comunicarnos al instante con alguien en cualquier parte del planeta; pero hasta hace relativamente poco la gente ni soñaba en que eso fuera posible: durante siglos no hubo teléfono, y cuando fue inventado, ni la imaginación más desbordada hubiera podido concebir en lo que éste se transformaría.
Lo comentábamos el otro día en familia mientras veíamos una película del año de la canica, en blanco y negro, en la que se veía que para hablar por teléfono los protagonistas tenían que darle vueltas y vueltas a una manivela en una caja negra de la a que salía un cable con un auricular cilíndrico que se ponían en la oreja mientras gritaban en una bocina que sobresalía de la caja: '¡Operadora, operadora!', en espera de que al otro lado de la línea una señorita sentada frente a una especie de conmutador lleno de cables atinara a conectar el adecuado en el agujerito correcto para establecer la conexión que permitiera realizar la llamada, la cual, por supuesto, escucharía -y quién sabe si luego platicaría.
Tener presente que durante años la comunicación telefónica no fue sencilla ni rápida ni privada, nos ayudó a renovar nuestro aprecio por la facilidad con que ahora podemos comunicarnos.
Comparaba esto con el aspecto espiritual y consideraba que sucede algo parecido.
Ya no nos sorprende poder comunicarnos de tú a tú con Dios, llamarlo Padre, clamar a Él desde el abismo de nuestra miseria y pecado y tener la seguridad de que nos escucha y acoge nuestras súplicas, pero no siempre fue así.
Durante siglos hubo generaciones y generaciones de creyentes que consideraban que Dios estaba demasiado alto, y desde luego muy lejos de ellos por ser pecadores. El profeta suplicaba: “¡Ah, si abrieras los cielos y descendieras!” (Is 63,19), como pidiéndole que manifestara Su presencia, Su cercanía.
Y entonces sucedió el milagro. Lo inimaginable. Dios se hizo cercano. Quiso compartir nuestra condición humana, ¡ser uno de nosotros! Y para que no quedara duda de Su amor y cercanía por todos, aun por los pecadores, hizo algo de lo cual nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 3, 15-16.21-22): Jesús se presentó en la orilla del río Jordán, a donde Juan el Bautista bautizaba a quienes se reconocían necesitados de perdón y conversión, y entró al agua como todos, para ser bautizado, aunque no le hacía falta.
Hace notar san Lucas que en ese momento Jesús oraba y que mientras oraba, "se abrió el cielo" (Lc 3, 21).
Detengámonos en esta frase, en esta escena, porque en cierta manera representa toda la misión de Jesús. Visualicémoslo ahí, con medio cuerpo sumergido en esa agua a la que fue a lavarse la humanidad caída, la humanidad necesitada de redención; y medio cuerpo fuera del agua, vuelto hacia Dios, intercediendo por los pecadores. Dios hecho Hombre, para rescatar al hombre y conducirlo hacia Dios.
Contemplar esto es comprender que por pecadores que seamos, por caídos que estemos no estamos solos ni podemos sentirnos abandonados, o dudar de ser acogidos por Dios, pues tenemos la certeza de contar con la poderosa intermediación de Jesús.
Podemos dirigirnos al Padre diciéndole: 'te lo pedimos por Cristo nuestro Señor', porque sabemos que por esa poderosa intercesión nuestra oración llega, nuestra oración abre el cielo, somos escuchados a pesar de nuestras miserias, a pesar de nuestras faltas.
Ya no podemos pensar que el Padre no nos atiende, sabemos que lo hace porque no lo pedimos nosotros solos, que no merecemos nada, que no tenemos mérito alguno, sino el Hijo, por quien desciende el Espíritu Santo sobre las aguas, como en la creación del mundo, para ordenar nuestro caos (ver Gen 1,1-2), el Hijo en quien el Padre se complace (ver Lc 3, 22), el que por nosotros se hizo Hombre y por nosotros entró al Jordán a ser bautizado, no porque lo necesitara, sino porque quería solidarizarse con nosotros y, al compartir nuestra condición humana limitada , abrirnos a la comunicación con Dios ilimitada.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 26,disponible en Amazon)