¿Quién soy yo?
Alejandra María Sosa Elízaga*
Son una mezcla alucinante de sustancias entre nubosas y líquidas, de colores sorprendentemente intensos y contrastantes, rodeadas por todas partes de minúsculos puntitos de distintos brillos, en uno de los cuales ¡habitamos nosotros! Sí. Se trata de fotografías enviadas a la tierra por el telescopio Hubble, situado a quinientos kilómetros de altura, y por la sonda Voyager, que tiene, entre otras, la misión de viajar por el espacio, cada vez más lejos de la Tierra, e ir mandando las imágenes que vaya captando. Ambos aparatos han enviado fotografías de galaxias, nebulosas, agujeros negros y estrellas que hacen ver nuestro sol como un chicharito junto a un balón de baloncesto. Una de las fotos más impactantes es una que fue tomada cerca de los brillantes anillos de Saturno, y muestra el espacio negro cuajado de cuerpos celestes y señala con una flechita la Tierra. Deja sin aliento constatar que nuestro planeta es tan minúsculo en comparación con lo que lo rodea, que podría pasar desapercibido.
Mirarla provoca un sentimiento como el que expresó el salmista, que tras contemplar el cielo, obra de la mano de Dios, le pregunta, "¿qué es el hombre para que de él te acuerdes?" (Sal 8,5), en otras palabras, ¿cómo es posible que te intereses por nosotros que somos un microscópico puntito en el cosmos? Y la única respuesta que hay a esa pregunta nos la ha dado Dios: Por amor. Porque nos ama nos creó, porque nos ama nos sostiene en la palma de Su mano; porque nos ama no ha dejado que en nuestra travesía por el espacio nos embista un planeta ni nos destruya un meteorito ni nos engulla un hoyo negro. Y no sólo eso. Cuando por necios y tontos nos apartamos de Él, pudo habernos borrado de un plumazo, y el universo ni se hubiera inmutado, pero en lugar de eso, hizo lo impensable, lo inaudito, lo que jamás nos hubiéramos atrevido a esperar, ya no digamos a imaginar: vino a vivir con nosotros, vino a someterse a nuestra pequeñez, vino a compartir las vicisitudes de vivir en este mundo, para rescatarnos de nuestras miserias e invitarnos a disfrutar la eternidad con Él. Alguno podría preguntarse: pero, ¿por qué nos ama tanto así el Señor?, ¿habremos hecho algo muy bueno?, ¿lo hizo por nuestros méritos? A lo que cabe responder: No, no se debe a nada que hayamos hecho. Es puro don, pura gratuidad, puro regalo fruto de Su amor y misericordia.
Recordaba esto al meditar en la escena que nos plantea el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 1, 39-45), la primera parte de la llamada 'Visitación'. En ella se nos narra el momento en que María llegó a casa de su prima Isabel, la saludó y entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y luego de bendecir a María (con esas hermosas frases que le pedimos prestadas para el Avemaría), se hizo esta pregunta: "¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor venga a verme?" (Lc 1, 43). De esta escena esta frase no es la que suele recibir la mayor atención, pero vale la pena que ahora nos detengamos un momento a considerarla. ¿Por qué dice eso Isabel? Después de todo, según los criterios del mundo, ella tendría muchas razones de peso que justificarían que María la visitara; por mencionar sólo tres: Isabel era esposa de Zacarías, un sacerdote intachable, importante y respetado en su comunidad quien había recibido nada menos que la visita de un ángel de Dios que le dio un notición increíble. A Isabel le había sido concedido un milagrazo tremendo de parte de Dios: que siendo ella estéril y de edad avanzada y habiendo sufrido toda su vida la pena de no tener hijos, por fin pudiera concebir. Y por último, Isabel era parienta de María. Ahí tenemos, más que suficiente para que Isabel se hubiera creído con todo el derecho ya no sólo a esperar sino casi a exigir que la visitara la Madre del Señor. Pero no. Su pregunta muestra que se siente indigna, que no se cree merecedora de tan grande don. Con razón pudo quedar llena del Espíritu Santo, claro, si estaba vacía de sí misma, vacía de ego, vacía de pretensiones, abierta a lo que Dios le quisiera regalar...
En este Cuarto Domingo de Adviento, cuando falta ya muy poquito para celebrar en Navidad que el Altísimo se haya dignado descender hasta nosotros, quedamos invitados a aprender de Isabel a recibirlo estremecidos de alegría, asombro y humildad.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, p. 17, Ediciones 72, disponible en Amazon).