Amar sin sindicato
Alejandra María Sosa Elízaga*
En la vida laboral quienes pertenecen a un sindicato se sienten protegidos por éste de lo que les demande su patrón. Tienen bien delimitado cuál es su horario, lo que les toca desempeñar a ellos y lo que corresponde a otros, y nadie les puede exigir que hagan lo que no está en su contrato.
Muchos creyentes quisieran que esto aplicara en la vida espiritual. Quisieran poder ser algo así como 'sindicalizados del amor' para poder responder a la exigencia de amar con un: 'No, lo siento, ya venció mi jornada, ya no me queda amor para dar así que pase a otra ventanilla'; 'a mí no me toca amar a fulano, le toca a otros'; 'hoy estoy de descanso, así que ni se les ocurra pedirme que ame'. Pero esto no es posible. Jesús nos pide amarnos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 15, 12), y San Pablo nos hace ver que el auténtico amor no puede tener límites (ver 1Cor 13, 7).
¿Por qué semejante exigencia? ¿Qué no sería mejor o cuando menos más fácil, que se nos pidiera amar dentro de un horario y solamente a un limitado número de personas? No, porque fuimos creados por y para el amor, y sólo el amor nos permitirá alcanzar la plenitud a la que estamos llamados. Por eso no hay que pasar la vida buscando modos de amar menos, todo lo contrario.
Fijémonos lo que dice San Pablo en el texto que se proclama este domingo en Misa como Segunda Lectura (ver Flp 1, 4-6. 8-11): que en su oración por nosotros pide que nuestro amor "siga creciendo más y más" (Flp 1, 9). Ello confirma que no sólo estamos llamados a amar, sino a aumentar ese amor, es decir, a amar más y mejor.
Alguien podría preguntar: pero si ya amo a alguien con todo mi corazón, ¿cómo puedo amarlo más? La respuesta es que el amor no consiste en sentir, sino en comunicar; no es un sentimiento sino una acción que busca el verdadero bien del otro. Si sólo fuera algo que uno experimenta en su interior, sería difícil aumentarlo (¿cómo pedirle a un padre amoroso que ame más a su hijo?, ¿cómo pedirle a una esposa enamorada que ame más a su marido?), pero es algo que se traduce en obras, que se expresa en pensamientos, palabras, actitudes, y en este sentido, ¡sí que puede crecer! Siempre podemos dar más amor, con todo lo que ello implica: tratar a los demás con más alegría, con más paciencia; buscar nuevos modos de hacerlos sentir más aceptados, más comprendidos, más tomados en cuenta; siempre podemos esforzarnos más por perdonar, por callar comentarios desagradables, por evitar disgustos, por tender nuestra mano con mayor frecuencia...
Estamos en 'Adviento' (palabra que significa 'venida'), tiempo que nos sirve para prepararnos a celebrar no sólo la venida histórica de Jesús hace dos mil años, sino la futura.
Dice San Pablo que si crecemos en amor llegaremos "limpios e irreprochables al día de la venida de Cristo" (Flp 1, 10). ¿Quién no quisiera que a Su venida Cristo lo encuentre 'irreprochable'? Pues bien, tenemos la receta para lograrlo: hay que crecer en amor.
Nos estamos preparando también para celebrar el Nacimiento de Aquel que nos amó hasta el extremo y que nos invita a amar como Él, ¿qué tal si nos disponemos a vivir esta Navidad como una fiesta de amor? He aquí una propuesta concreta:
El mejor regalo no es el que se compra, por costoso que sea (pues quizá apantalla a quien lo recibe, pero no toca su alma). El mejor regalo es aquel que involucra a quien lo da, lo hace salir de sí mismo, dar algo no sacado de su cartera, sino de su corazón; no una parte de lo que tiene sino de lo que es.
Por ello, en esta Navidad sería interesante que acordemos, en familia al menos, que en lo que respecta a los regalos que solemos intercambiarnos, no recurramos a la solución fácil de comprar algo para salir del paso, sino nos atrevamos a dar algo que no tenga precio, que no se pueda comprar, que involucre lo verdaderamente valioso que cada uno tiene: su voluntad, su disposición, su tiempo, realizar algo concreto por otra persona.
Así, por ejemplo, esta Navidad el intercambio de regalos puede convertirse en un 'intercambio de promesas'. Cada miembro de la familia escribe las suyas (en un papel, tarjeta navideña) y al momento convenido, se la da a quien corresponda. Puede regalar su promesa de ir con alguien a alguna parte a la que éste ha querido ir pero no ha tenido nadie que le acompañe; su promesa de ayudar a ordenar o reparar algo en la casa; su promesa de hacer una visita o dedicarle a alguien todo un día, o una mañana o una tarde; su promesa de prestarle atención, de escucharle sin hacer otra cosa al mismo tiempo ni interrumpirle; su promesa de ayudarle en ciertas latosas labores domésticas; su promesa de sustituirle en algo que le toca hacer, para que pueda darse un respiro y descansar.
A diferencia de lo que sucede cuando das regalos materiales, regalar una promesa así te enriquece. Te hace pensar en las necesidades de otros y ser más sensible a éstas; te anima a salir de tu propio egoísmo, en suma: te hace crecer en amor.
Contra lo que podría pensarse, el que gasta mucho en un regalo en realidad da poco. Ojalá en esta Navidad no caigamos en la tentación de amar con un corazón sindicalizado, es decir, que tiene bien delimitado a quién sí y a quién no amar, y hasta dónde, sino nos animemos a amar sin medida y a mostrar ese amor dando no sólo de lo que tenemos, sino de lo que somos, para poder así celebrar, imitar y recibir a Aquel cuyo amor no se puede limitar.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Gracia opportuna”, Col. ‘Fe y vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 12, disponible en Amazon).