Todo lo que tenía
Alejandra María Sosa Elízaga*
Quizá muchos piensen: '¡qué tonta!', y también muchos digan: '¡qué admirable!', pero probablemente sean muy pocos los que decidan: 'voy a hacer lo mismo que ella hizo'. ¿Quién es ella?, ¿a quién me estoy refiriendo? A la viuda de la que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 12, 38-44).
Cuenta San Marcos que se acercaba la gente a echar sus monedas en las alcancías del Templo, y mientras los ricos daban abundantemente, una viuda pobre se acercó y echó dos moneditas "de muy poco valor" (Mc 12,42).
Contemplaba la escena Jesús, que comentó: "Yo les aseguro que esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobraba; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir" (Mc 12, 43-44).
Ésta es una de esas historias que aparecen en el Evangelio que suelen ser leídas solamente como si se tratara de una anécdota, inaudita, llamativa, interesante e incluso conmovedora, pero ajena, lejana e imposible de imitar.
Hoy en día, ¿quién que tuviera dos monedas por toda habilitación pensaría en entregarlas de ese modo? Le parecería un desperdicio, una mala inversión, una locura.
Y sin embargo, el comentario de Jesús no va para nada en esa línea, todo lo contrario, es sumamente elogioso, tanto que nos pone a pensar que quizá nos hemos apresurado a descartar esta escena tachándola de utópica, cuando en realidad valdría la pena repasarla en otro plan, con intención de rescatar lo mucho que hay en ella para aprender e imitar. Por ejemplo estas tres actitudes:
1. La viuda dio sin decir nada. Los ricos de su tiempo acostumbraban hacer que se anunciara en voz alta su nombre y el monto de lo que estaban dando. Como esos millonarios de hoy en día que ponen su nombre a sus fundaciones de caridad y se hacen fotografiar en primera plana regalando cheques para obras de beneficencia. Ella en cambio hizo su donativo calladamente, en el anonimato, cumpliendo quizá sin saberlo, lo que había pedido Jesús: que al dar limosna, no supiera la mano izquierda lo que hace la derecha; que se diera en secreto, porque Aquel que ve lo secreto daría la recompensa (ver Mt 6, 1-4).
2. La viuda no se avergonzó de lo poquito que dio. Echó lo suyo junto a otros que donaban grandes cantidades, y no dejó que eso la acomplejara o desanimara. A veces por pensar que tenemos demasiado poco que ofrecerle a Dios acabamos por no darle ¡ni eso poco que teníamos! Cabe recordar lo que decía San Francisco de Sales: que por soñar con algún día poder ofrecer grandes cosas a Dios, olvidamos lo que ya está a nuestro alcance: ofrecerle cosas pequeñas pero con grande amor.
3. La viuda no tiró su dinero: lo invirtió sabiamente encomendándoselo a Dios. Estaba muy necesitada (en su tiempo, la mujer cuyo marido moría no podía trabajar y dependía enteramente de la caridad ajena), tan necesitada que no se podía dar el lujo de guardar avaramente lo que tenía o peor, desperdiciarlo en tonterías (como sería hoy gastar en juegos de azar, quinielas, loterías). Su única solución era poner cuanto tenía en las manos de Dios, confiar enteramente en Él, y fue lo que hizo.
Su caso resulta inquietante. Nos mueve a examinar: ¿qué hacemos con lo que tenemos, especialmente si creemos que es demasiado poco, y no me refiero sólo a lo material, sino a nuestros dones y cualidades, a nuestro tiempo, a nuestra disponibilidad para ayudar, amar, perdonar? ¿Sabemos ponerlo confiadamente en manos de Dios como esta viuda? ¿O procuramos inútilmente retenerlo y terminamos por perderlo?
Acaba el Evangelio y cabe preguntarse ¿qué habrá sido de esa viuda después?, ¿cómo acabaría esta historia? ¿Habrá llegado a su casa a morir de inanición?, ¿o Aquel que no se deja ganar en generosidad se las habrá ingeniado, como siempre lo hace, para socorrerla con ese estilo Suyo creativo, discreto, oportuno e inconfundible?
Podemos suponer que le sucedió como a la viuda de la que nos habla la Primera Lectura (ver 1Re 17, 10-16), que pudiendo mandar a volar la petición del profeta que le pedía lo impensable: que de lo poco que ella tenía, primero le diera de comer a él, lo hizo y experimentó en carne propia la desmesurada prodigalidad de Dios, y su tinaja de harina ya nunca se vació, y su vasija de aceite ya nunca se agotó.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Como Él nos ama”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 156, disponible en Amazon).