y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Aprender a preguntar

Alejandra María Sosa Elízaga*

Aprender a preguntar

‘¡¡Duh!!’

Es una expresión que usan los angloparlantes cuando alguien les hace una pregunta cuya respuesta es tan obvia que no hacía falta preguntar.

Y quizá a más de uno se le ocurra que hay una de esas preguntas en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 10, 46-52).

Narra san Marcos que un ciego que se encontraba sentado al borde de un camino por donde pasó Jesús, le pidió a gritos que se apiadara de él. Y cuando Jesús lo llamó, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?

Parecería que sobraba la pregunta, que la respuesta era obvia, que lo que este ciego querría, sería ver. Entonces, ¿por qué le preguntó Jesús qué quería que hiciera por él?

Cabe aventurar tres posibles respuestas:

La primera es que en Su suma delicadeza y respeto por este hombre, Jesús no quería imponerle nada, ni siquiera su curación. Él es así, no irrumpe en nuestra vida, no arrasa, ni siquiera para beneficiarnos. Es respetuoso hasta lo que podría parecer exagerado.

La segunda respuesta es que aun siendo Dios y conociendo perfectamente el interior de aquel hombre, quiso darle oportunidad al propio ciego de expresar lo que tenía en el corazón, lo que buscaba, lo que más anhelaba. Nadie se había interesado nunca en lo que sentía, ni lo había tomado en cuenta.

Y la tercera respuesta es que quiso darle al ciego la dignidad de participar, de no ser un sujeto pasivo que sólo recibió su curación, sino que hizo algo al respecto, se paró de un salto, fue a donde estaba Jesús y articuló claramente qué quería.

Vemos así que la pregunta de Jesús no sobraba, era necesaria.

¿Qué tal si el ciego que gritaba pidiendo misericordia, no esperaba ser sanado, sino que le dieran dinero?, ¿qué tal si estaba muy cómodo a la orilla del camino, recibiendo comida y limosnas sin hacer nada, y ni loco quería ser curado?

Era necesario que él mismo asumiera que lo que deseaba era volver a ver.

Que Jesús haya hecho esa pregunta nos da una lección, nos invita a preguntar también.

Es que muchas veces damos por hecho que sabemos lo que quieren o necesitan las personas a nuestro alrededor, y ya no les preguntamos.

Creemos que ya sabemos a qué se debe que ese familiar llegó a casa triste o de malas. Decimos: ‘así es él’ y no le preguntamos nada.

Suponemos que ya sabemos a qué se refiere un anciano o enfermito que hace un gesto desanimado, y ya no averiguamos a qué se debe. Recuerdo a un adulto mayor que estaba recuperándose de una operación, y dijo: ‘ya no soy el mismo de antes.’ Y quien lo atendía asumió que se refería a que ahora con la prótesis de cadera se sentía distinto. Pero tal vez se refería a otra situación, le preocupaba otro aspecto de su condición.

O tal vez sucede que sí preguntamos, pero hacemos una pregunta tan general que la respuesta no significa nada: ‘¿cómo te fue en el trabajo?’, ¿cómo te fue en la escuela?’ Bien. Y ahí murió la conversación. No damos oportunidad de que los otros compartan algo específico que estuvieron pensando, que se les ocurrió, que los alegró o preocupó.

Cabe aclarar que no se trata de volvernos metiches y dedicarnos a interrogar a la gente con la que tratamos, no. Se trata de volvernos sensibles a sus actitudes, a sus sentimientos, y permitirles expresar lo que traen dentro para tomarlo en cuenta y no hacer por ellos lo que nosotros pensamos que necesitan, sino lo que ellos realmente necesitan.

Aprendamos de Jesús no sólo a amar, a ayudar, a perdonar, sino también a preguntar.

Publicado el domingo 27 de octubre de 2024 en la pag web y de facebook de Ediciones 72