El suspiro de Dios
Alejandra María Sosa Elízaga*
¡¡¡No te cierres!!!
¿Alguna vez has dicho esto, en un tono tal vez un poquito exasperado, a alguien a quien le estás planteando algo, pues todavía no acabas de hablar y ya está poniendo cara de que no te va a hacer el menor caso?
Es una frase que expresa gráfica y elocuentemente que sientes como si la persona con la que estás hablando estuviera entrando a un cuarto en el que piensa darte con la puerta en las narices y encerrarse por dentro, dejándote fuera, del otro lado de una barrera que no podrás atravesar y que impide toda comunicación.
Seguramente a Dios le ha de suceder eso mismo con nosotros, y querría decirnos: ‘¡no te cierres!’ cada vez que no termina de plantearnos algo (por ejemplo cuando a través de Su Palabra nos pide que perdonemos a alguien o que abandonemos un vicio, un apego negativo), y ya estamos alzando las cejas, poniéndonos a la defensiva y buscando la manera de hacer como que no oímos nada.
Cuando alguien se cierra y ya no escucha, lo tildamos de ‘cerrado’ o peor aún, de ‘muy cerrado’, nos desanimamos y desistimos de comunicarnos con él.
En cambio, cuando nosotros nos cerramos, Dios no se desanima ni desiste. Busca incansable el modo de abrirnos los oídos para que podamos escucharle.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 7, 31-37), san Marcos narra que cuando le presentaron a Jesús a un sordo y tartamudo: “lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘¡Effetá!’ (que quiere decir: ‘¡Ábrete!’)...” (Mc 7, 33-34).
Es significativo que diga que Jesús suspiró.
¿Qué es un suspiro? Una respiración lenta y profunda que solemos hacer cuando algo nos afecta.
Cuando pensamos en suspiros, probablemente nos vienen a la mente los de los enamorados, pero también suspiramos de nostalgia, de frustración, y como para tener más aire cuando nos disponemos a enfrentar alguna difícil situación.
Cabe pensar que, al igual que nuestros suspiros, el de Jesús fue un suspiro de amor, que expresaba toda la ternura y compasión que sentía hacia aquel sujeto que había vivido toda su vida aislado.
Fue también un suspiro de nostalgia, pues suspiró mirando al cielo, como lanzándole al Padre una mirada llena de añoranza por aquel tiempo feliz al inicio de la Creación, como diciéndole: ‘¿te acuerdas cómo era el ser humano antes de que cayera en la tentación, entrara el pecado en el mundo y con ella todos los males que padece la humanidad y en particular este hombre?’.
También debe haber sido un suspiro de frustración, al ver a Su creatura, a la que creó por amor y para el bien, sometida al mal; frustración al ver que en lugar de llevar la vida plena y feliz a la que quería destinarle, había vivido en el encierro opresivo de un silencio que le mantenía al margen de todo y de todos.
Por último, sin duda fue un suspiro emocionado, anticipando lo que haría por ese individuo, su liberación, la sanación que le regalaría con una sola orden:
“¡Ábrete!”. En otras palabras, ya no sigas encerrado en ese silencio que te oprime, que no te deja ni oír Mi voz ni comunicarte con tus semejantes.
“¡Ábrete!”, déjame romper tu sordera, déjame regar tu lengua muda y seca, con los torrentes de Mi gracia, para que como lo prometí por medio del profeta Isaías, puedas no sólo hablar, sino ¡cantar! (ver: Is 35, 4-7).
Jesús suspira y sana, suspira y luego devuelve al hombre su perdida dignidad; suspira y después lo hace capaz no sólo de recibir, sino de compartir lo recibido, no sólo de escuchar, sino de anunciar a otros Su Palabra.
Jesús también suspira así por nosotros.
Suspira de amor y de nostalgia al recordar cómo éramos cuando nos creó; suspira de frustración, al ver que cuando nos habla solemos encerramos tras barreras y barreras de ruidos y pretextos para poder prestar oídos sordos a Su voz.
Ojalá también pueda suspirar de emoción, al ver que estamos dispuestos a dejarnos sanar por Él, que, como aquel sordo tartamudo, permitimos que nos aparte de cuanto nos impida prestarle atención; penetre nuestra sordera y destrabe nuestra lengua; nos enseñe a escucharle y responderle; nos rescate de nuestra cerrazón.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “En casa con Dios”, Col. ‘Lámpara para tus pasos’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 147, disponible en Amazon).