Cambio cotidiano
Alejandra María Sosa Elízaga*
Era el final de un retiro y todos los asistentes cantaban: 'yo quiero ser, Señor Amado, como el barro del alfarero, toma mi vida, hazme de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo'.
Todos cantaban menos una señora. Y como era bien sabido que le gustaba cantar y su voz fuerte y entonada solía destacarse entre las demás, fue notorio su silencio. Así que a la salida alguien le preguntó por qué no había cantado.
Creyendo que diría que porque no se sabía la letra o no traía anteojos para leerla o incluso que se había quedado ronca de tanto cantar, sorprendió su seca respuesta: "es que yo no quiero ser un 'vaso nuevo'; así como soy estoy bien".
Resultaba extraño que ella, que en momentos de compartir reflexiones con el grupo reveló que no era verdaderamente feliz, afirmara tan rotundamente que quería seguir igual que como estaba.
Parece que tener que cambiar es algo a lo que la gente suele oponer enorme resistencia.
Un doctor comentaba que aconsejar a un paciente que abandone ciertos alimentos, o que empiece a hacer ejercicio, o que deje de fumar o de tomar es, por lo general, mal recibido y menos obedecido, aunque el que reciba el consejo sepa que ese cambio puede ser no sólo recomendable, sino indispensable para salvar su vida.
Y esto aplica también a lo espiritual. Suele haber una renuencia a cambiar, ¿por qué?, quizá porque no se le ve el caso, o porque da miedo intentar algo nuevo, o porque a veces se tiene la idea de que cambiar exigirá dejar de ser lo que se ha sido, convertirse en alguien distinto, y como a pesar de las dificultades o insatisfacciones que se experimentan, se está más o menos conforme con la propia manera de ser o de vivir, no se desea sufrir una transformación que se asume como demasiado radical.
El problema es que no hay de otra, hay que cambiar porque en la vida espiritual el que no avanza retrocede.
No en balde lo primero que pide Jesús al iniciar Su ministerio público, según nos lo narra san Marcos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 1, 14-20) es: "Conviértanse" (Mc 1,15).
Jesús invita a Sus oyentes a atreverse a cambiar, a cambiar de mentalidad, de manera de vivir, de rumbo. Convertirse implica examinarse uno a sí mismo para ver qué ocupa el centro de su vida, qué le da sentido, qué lo motiva, y si la respuesta no es Dios, reorientar los pasos, reordenar las prioridades, ser capaz de empezar de nuevo y dejar atrás lo que sea que estorbe para poder vivir como persona de fe.
Por eso además de pedir conversión, Jesús añade: "y crean en el Evangelio" (Mc 1,15), porque ser persona de fe no es conformarse con tener una cierta idea intelectual acerca de la existencia de Dios, sino que es un modo de vivir que implica aceptar y cumplir lo que propone el Evangelio, decirle sí, ¿a qué? a amar como Jesús nos ama, sí a perdonar como nos perdona, sí a defender la verdad, sí a tratar a todos con misericordia y justicia, sí a edificar la paz.
No puede haber conversión sin fe ni fe sin conversión.
Y al igual que el cambio de hábitos que propone un doctor puede salvar la vida de un paciente, la conversión y la fe son indispensables para la vida del alma.
No hay que tener miedo ni resistirse, pues son camino seguro de salvación.
Y cabe hacer notar que la conversión no es un evento único en la vida ni la fe es algo que se tiene en algún compartimiento del alma y que sólo se recuerda de vez en cuando al ir a la iglesia, no. La conversión debe suceder todos los días y la fe, el decir sí a la voluntad de Dios, también.
De la mañana a la noche, en todo lo que pensamos, decimos, hacemos y dejamos de hacer debe haber conversión y fe, es decir, una renuncia a nuestros viejos modos egoístas de razonar, hablar y comportarnos, y un procurar en todo servir y agradar a Dios.
Cuenta san Marcos que Jesús recorrió el borde del lago de Galilea, que en este Evangelio representa el lugar de lo cotidiano, pues ahí desarrollaban ellos su vida diaria, encontró a Simón y a su hermano Andrés, a Santiago y a su hermano Juan, que realizaban sus labores de todos los días, y ahí mismo los invitó a seguirlo.
Y dice san Marcos que unos dejaron sus redes y otros a su padre en su barca, y siguieron a Jesús.
Él se les hizo presente en su existencia ordinaria y les ofreció hacer de ellos no algo totalmente distinto a lo que habían sido, sino lo mismo pero mejorado, pleno, con un nuevo sentido.
Así son la conversión y la fe: nos ayudan a abandonar lo que no necesitamos, lo que nos atora, lo que no nos permitiría avanzar, y a la vez potencian nuestras cualidades, nuestros dones, lo que se nos da mejor.
Aquellos cuatro hombres eran pescadores y siguieron siéndolo, pero ya no para conseguir pescados sino almas para el Reino de Dios.
Del mismo modo nosotros, estamos llamados a seguir ejerciendo nuestras respectivas vocaciones, pero conscientes de que el Señor nos invita a hacerlo como fruto de nuestra conversión y fe, es decir, como respuesta a Su llamada, a la que nos hace mientras camina con nosotros en nuestra vida cotidiana.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Como Él nos ama”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 31, disponible en Amazon).