¿Todavía no te levantas?
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘¿Para qué me confieso si voy a seguir cayendo en lo mismo?’, me decía el otro día un muchacho. Había perdido la esperanza de superar algo en lo que caía una y otra vez y consideraba que ya no tenía caso confesarlo si lo iba a volver a hacer.
Le pregunté: '¿realmente quieres superar esto?' -Respondió: '¡claro!, pero parece como que no tengo la fuerza para lograrlo'.
Le dije: es verdad que tú solo no tienes la capacidad de salir de esto, pero no te preocupes: ¡nadie la tiene!, y reconocerlo te permite admitir que necesitas la ayuda que sólo Dios puede y quiere darte. Lo importante es que no te des por vencido; rechazar esa ayuda que sabes que te hace falta es como tener una cortada profunda que se te está empezando a infectar y decir: 'como yo solo no logro que se cierre la herida no voy a ir al doctor a que me la desinfecte y me la cure'. ¡Sería absurdo! Pues igualmente absurdo es reconocerte necesitado de sanación espiritual y no acudir al único Médico que puede proporcionártela.
Dice San Pablo en un fragmento de la Carta a los Romanos que se proclama este domingo en Misa: “Cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado Cristo murió por los pecadores” (Rom 5,6).
Dice “cuando todavía no teníamos fuerzas”, como dando a entender que antes no las teníamos pero ahora sí. Y ¿de dónde nos vienen esas fuerzas? de Cristo que murió por nosotros.
No hay pecado que hayas cometido, por grande o grave que sea, que Él no haya asumido y redimido en la cruz. Lo único que necesitas es ponerlo en Sus manos y reconciliarte con Él, pedirle perdón, acogerte a Su misericordia.
No cometas el error de desaprovechar este regalo, porque si rechazas la única medicina que puede aliviarte, pues ahí sí que ni cómo ayudarte.
Mira, ese desánimo que sientes nada más de pensar en confesarte es, como decía San Ignacio de Loyola: 'treta del maligno'. El enemigo de Dios te susurra al oído: 'no te confieses, no tiene caso, nunca lograrás salir del pecado; además es vergonzoso esto que has estado haciendo; ahórrate la pena de tenerlo que decir, quédate así...'
No prestes atención a esta tentación. Decía San Ignacio que el maligno es como ese delincuente que lleva a una víctima a lo oscurito y la amenaza para que no le cuente a nadie lo que le ha hecho; trata de evitar que sus obras queden expuestas a la luz, porque como dice San Pablo, cuando una obra que pertenece a la tiniebla se expone a la luz queda al descubierto y puede ser destruida (ver Ef 5, 11-14).
Así pues, lo que hay que hacer es reaccionar al revés de lo que sugiere la tentación y en lugar de apartarnos desesperanzados de la Confesión, acudir a ella con más confianza.
Dios se compadece de nuestras debilidades. Como dice en la Biblia, podemos acercarnos "confiadamente, al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna" (Heb 4, 16).
Un creyente que está apenas comenzando a caminar en su vida de fe quizá se pregunte: '¿para que me levanto si voy a volver a caer?', pero conforme avanza en su conocimiento de la misericordia divina se dice a sí mismo: ‘más me vale que deje que Dios me levante, pues Él no se va a resignar a verme caído.
Cuando comprendes que el Señor te ama y quiere rescatarte del pecado porque éste te hace daño, y que va a insistir e insistir sin tregua hasta que aceptes Su ayuda y te endereces de nuevo, no te queda más que aceptar de una buena vez la mano que te tiende y ponerte de pie.
Me acuerdo que cuando era chica, cuando estaba arrebujada en mis tibias cobijitas y afuera todavía era, según yo, muy de noche, se oía abrirse la puerta del cuarto de mis papás y los pasos de mi mamá dirigiéndose hacia donde dormíamos mis hermanas y yo; luego un toque en la puerta (típico suyo, dado con el dorso de la mano para que resonara en la madera el metal de su anillo de matrimonio), seguido de una frase estremecedora: '¡ya es hora!'.
¡Ay! Yo intentaba resistir pero sabía que era inútil. Al ratito los pasos volvían a oírse, pero esta vez llegaban al pie de mi cama seguidos de un: ‘¿qué pasa contigo?, ¿todavía no te levantas?’
Si yo no reaccionaba se prendía la luz; si ni así, recibía una leve sacudida y, por último, me quedaba de pronto sin cobijas.
Todo esto se repetía cada mañana (mi pobre mamá pedía de regalo de diez de mayo: ‘que te levantes a la primera’), y ya sabía yo que aunque remoloneara, que más me valía pararme porque mi mamá no se iba a resignar a dejarme flojear y faltar a la escuela.
Pues bien, el Señor tampoco se resigna. Viene a despertarnos, a invitarnos a salir de nuestro letargo y a caminar hacia la luz. Y nos da la gracia que necesitamos para conseguirlo. Ahora bien, algo que debemos saber para no desanimarnos es que levantarse no es tan fácil: puede tomar cierto tiempo superar un pecado, un mal hábito que está muy arraigado, pero si lo confesamos cada vez que caemos, recibimos en cada Confesión renovada gracia del Señor que nos ayuda en nuestra lucha por superar ese pecado, en nuestro propósito de enmienda, y esa gracia actúa en cada paso del camino: nos ayuda a arrepentirnos cuando ya lo hicimos, a detenernos si lo estamos haciendo y, lo mejor de todo, a ni siquiera empezar a hacerlo cuando se nos presenta la ocasión.
¡Qué maravilloso recurso ha puesto Dios tan generosa y gratuitamente a nuestra disposición! Más te vale aprovecharlo a la primera, porque seguirá insistiendo hasta que lo hagas. Míralo, abre los ojos, ¿no lo ves junto a ti? Aquí está, en este instante, esperando que te despabiles de una buena vez y, créeme, no se moverá de tu lado y hará lo que haga falta...hasta lograr que te levantes.
(Del libro de Alejandra Ma Sosa E “¿Te has encontrado con Jesús?”, Col. ‘Fe y vida’, vol. 2, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 105).