Desconsuelo y consuelo
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘No te preocupes, no lo pueden matar’.
Semejante afirmación se refería a Simon Templar, héroe de un programa de televisión, de una serie viejita en blanco y negro, de la que mi mamá tenía varios episodios que le encantaba ver porque, a sus noventa y tantos años todavía apreciaba que el protagonista estaba ‘muy chulito’.
La dijo un día en que al ver que al galán le dieron tremenda zoquetiza exclamé: ‘¡uy, lo van a matar!’. Ella sabía que eso no sucedería. Y, en efecto, terminados los trancazos el hombre se levantó ágilmente del suelo, sólo con su famoso copete ligeramente despeinado, se ajustó la corbata y siguió como si nada.
Y me pregunto qué hubiera sucedido si en lugar de eso, se hubiera quedado tendido, muerto. Seguramente mi mamá no lo hubiera podido creer, hubiera pensado que se estaba haciendo el muertito o que era un error, una broma, un sueño, incluso que estaba viendo un DVD ‘pirata’, todo, menos que fuera posible que se ‘escabecharan’ al ‘santo’ (así se llama el programa, no tengo idea por qué, pues de santo no tenía nada).
Y es que ya se sabe que a los héroes de las series de acción que salen en la tele, les puede pasar de todo menos que los maten (claro, si los matan se acaba la serie). Así que los televidentes contemplan tranquilos cuanto le pase al protagonista pues saben que el final será feliz y no le ocurrirá nada irremediable o fatal.
Pues bien, si así sienten algunas personas con relación a héroes que al fin y al cabo no existen, podemos comprender cuánto más sentirían los judíos con relación al héroe real que estaban esperando, al Mesías, al enviado de Dios que vendría a traerles la salvación.
Consideraban que sería alguien que gozaría de una especialísima protección divina, alguien al que nada malo podría ocurrirle. Por eso cuando Jesús, de quien Sus discípulos estaban convencidos que era el Mesías, les anunció que los dirigentes de Su pueblo lo rechazarían, lo escupirían, azotarían y condenarían a morir en una cruz, se quedaron pasmados. No podían concebir que ello fuera posible. Era el peor balde frío que les había caído jamás. Contrario a todo lo que hasta ahora habían creído con relación al Mesías. Jesús lo sabía. Y, como siempre, sensible y atento a lo que sucedía en el corazón de Sus discípulos, buscó la manera de disipar sus dudas y afianzarlos en su fe y en su esperanza.
Narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 17, 1-9), que Jesús llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, subió con ellos a un monte (en el Antiguo Testamento los montes eran lugares privilegiados para las manifestaciones divinas) y se transfiguró ante ellos. Les dejó ver el resplandor de Su gloria. Y no conforme con eso, quiso probarles que el plan que les había anunciado no estaba en contradicción con lo anunciado en las Sagradas Escrituras, y así como cuando se afirma algo se busca un aval que dé fe de que aquello es verdad, Jesús les dejó ver que a Su lado estaban nada menos que Moisés y Elías. Cabe aquí comentar que los judíos solían referirse a la Sagrada Escritura usando un término genérico: ‘La Ley y los profetas’´. Moisés, representaba la Ley, pues la recibió de manos de Dios. Y Elías representaba a los profetas.
¡Delicadeza del amor del Señor!, que sabiendo que Sus discípulos se sentían desconcertados y tristes, y previendo que lo estarían todavía más cuando se les viniera encima lo que todavía faltaba por suceder, quiso consolarlos anticipadamente, fortalecerlos, dejarles ver que lo que les había dicho no era un error o un disparate, sino que entraba dentro del plan de salvación que Dios previó desde antiguo. Y hasta el propio Padre intervino en esto, dejando oír Su voz, expresando Su amor por Jesús y pidiendo escucharlo.
En este Segundo Domingo de Cuaresma la Palabra nos presenta esta escena que nos invita a comprender que Dios tiene un plan de salvación, también para nosotros, y que si las cosas salen al revés de como las pensábamos o se ponen color de hormiga, no hay nada que temer, que el sufrimiento y la muerte forman parte inevitable de la vida, pero son pasajeros, y al final nos espera el Señor, en toda Su Gloria, y a diferencia de los discípulos en el monte, no sólo un ratito lo podremos contemplar. Estamos llamados a disfrutar en Su compañía la eternidad.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La fiesta de Dios”, Col. ‘Lámpara para tus pasos’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 53)