¿Amen a sus enemigos?
Alejandra María Sosa Elízaga*
A ésos que nos hacen la vida de ‘cuadritos’, a ésos que nos caen ‘en el hígado’, a ésos que se dedican a fastidiarnos la existencia, que se nos oponen en todo; a ésos cuyos valores son completamente opuestos a los nuestros; a ésos que lo único que despiertan en nosotros es molestia, ira, indignación; a ésos que tal vez incluso nos han hecho un tremendo daño que no logramos superar, ¿tenemos que amarlos?, ¿de veras?
¡Pero si el sentimiento que nos surge espontáneo cuando pensamos en ellos es desprecio, enojo, repulsión!, ¿cómo vamos a amarlos si los consideramos nuestros enemigos?
Nos parece imposible, una de ésas propuestas que tal vez suenan bien en teoría pero que nadie lleva realmente a la práctica.
Y sin embargo ahí está, otra vez, insistente, intimidante, tan incomodadora como siempre, en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 5, 38-48), la invitación de Jesús: “Amen a sus enemigos”.
¿Por qué?, ¿por qué nos propone semejante cosa el Señor?
Él, que conoce nuestro corazón, que sabe lo sensibles que somos, lo fácil que resulta lastimarnos, lo rápido que podemos llenarnos de rencor, y cuánto nos cuesta perdonar, cuánto nos resistimos a hacerle bien al que nos hace mal, ¿por qué nos pide algo que nos parece completamente imposible?
Cabe dar al menos cinco razones:
1. Porque el odio es el sentimiento más destructor que existe.
Es un cáncer que carcome el corazón de quien lo alberga.
Odiar es beber un veneno esperando que le haga daño a otro.
El que odia cree que con su odio lastima al que lo lastimó, pero en realidad se lastima a sí mismo.
Daña su propia salud física, emocional, espiritual.
Dios no quiere eso para nosotros.
2. Porque, por increíble que parezca, no es imposible.
Con la gracia de Dios todo se puede.
Él es capaz de hacer que nuestro corazón se desborde de amor.
Cuando Dios nos pide algo, nos da siempre lo que necesitamos para lograrlo.
Sólo tenemos que decirle, como san Agustín: ‘dame lo que me pides y ¡pídeme lo que quieras!’
3. Porque es posible amar y mantener la distancia.
Amar a los enemigos no consiste en tener que ir a darles besos y abrazos o mantener una estrecha convivencia, lo que a veces puede ser imprudente o imposible; se trata simplemente de no albergar odio hacia ellos, no devolverles mal por mal, y, lo más importante: hacerles el bien que esté a nuestro alcance, el mayor de los cuales es orar por ellos (y no para pedir: ‘Señor, elimínalos’, sino ‘ilumínalos’, ¡ojo! ¿eh?, ¡cuidado con confundir las vocales!).
4. Porque un día entregaremos cuentas a Dios, y nos tratará como tratamos nosotros a los demás.
Dios nos dará Su perdón y misericordia en la misma medida en que los hayamos dado a los demás (ver Mt 5,7; 6, 12.14-15; 18, 23-35).
Ponemos en riesgo nuestra salvación si nos empeñamos en odiar.
Es demasiado alto el precio a pagar...
5. Porque odiar es perpetuar la oscuridad, continuar la espiral de violencia, de maldad, de destrucción. Sólo la luz puede derrotar las tinieblas (ver Jn 1, 5).
Dios es amor (1Jn 4,8), Dios es luz (ver 1Jn 1,5; Jn 8,12), y nosotros estamos llamados a ser, como dice san Pablo, hijos de la luz, no de las tinieblas (ver Ef 5,8; 1Tes 5,5).
Estamos llamados a ser, como pide Jesús, “luz del mundo” (Mt 5,14).
Estamos llamados a edificar en nuestro país, comunidad, hogar, el luminoso Reino de Dios, Reino de amor, de fraternidad, de perdón.
Este domingo, a pocos días de que comience la Cuaresma, estamos a muy buena hora para empezar a escombrar el alma de toda oscuridad, tirar bien lejos todo el mugrero de agravios y resentimientos que hayamos podido acumular, y encaminarnos, de la mano del Señor, hacia la santidad.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Murmullo de brisa”, Col. ‘La Palabra del Domingo’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 44, disponible en Amazon).