Dichosos de a deveras
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Eres feliz?
Se hizo esta pregunta a mucha gente.
Una gran mayoría contestó de inmediato que no, y mencionó como razón para su falta de felicidad, la falta de salud o el miedo a enfermarse; la falta de dinero; la pérdida de seres queridos; el temor al futuro.
Muchos otros confesaron que jamás se habían preguntado si eran o no felices, y de entre éstos, varios coincidieron en no saber qué responder: 'bueno, así feliz feliz, pueeeees, no sé, a veces sí, a veces no, no sé, depende...'.
Sólo unos cuantos se atrevieron a decir que sí, aunque de éstos hubo quienes respondían casi con pena, como disculpándose por ser felices cuando hay tantos que no lo son, y otros que lo hacían con cierta aprensión, como temiendo que si afirmaban mucho su felicidad la pondrían en riesgo y les caería el 'chahuistle' por andar de presumidos.
Tal parece que la felicidad es considerada algo muy difícil de alcanzar y más difícil de mantener. ¿Por qué? Porque se le busca en las cosas de este mundo, y la felicidad mundana es siempre insuficiente y pasajera, podría compararse con la llama de una velita, que sirve un rato, por ejemplo durante un apagón, pero alumbra mortecinamente y no dura mucho.
Más aún, el mundo ofrece también falsa felicidad (como la que produce la droga, el alcohol, el consumismo, el dar rienda suelta a los instintos), que es como la llama de un cerillo: relumbra intensamente un instante pero se agota rápidamente y quema a quien se aferra a ella.
Uno no puede menos que preguntarse: ¿acaso es posible la felicidad auténtica y duradera en esta vida?, y de ser así, ¿qué hay que hacer para conseguirla, para que su llama no se apague ni haga daño, sino se mantenga siempre iluminando y entibiando el corazón?
El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 5, 1-12) ofrece la respuesta a través de una escena inolvidable: Jesús subió a un monte, (recordemos que Dios solía manifestar Su voluntad a Su pueblo desde un monte), se sentó (postura que adoptaban los maestros para dar su enseñanza); los discípulos se acercaron a Él (recordemos que Él los eligió, que la iniciativa viene siempre de Dios, pero que también se requiere la disponibilidad de uno, abrirse a Su mensaje y acercarse a Él), y entonces Jesús les dio una enseñanza fundamental, les reveló nada menos que las pautas para alcanzar verdadera felicidad.
Y antes de que alguien crea que se trata de una receta fácil, cabe aclarar que no es así. Fiel a Su costumbre de poner los valores del mundo de cabeza, el Señor nos hace replantearnos totalmente lo que quizá hasta ahora creíamos que era la fuente de la felicidad, y nos invita a abrir mente y corazón para descubrirla como menos hubiéramos imaginado...
A diferencia de los que anuncian que la felicidad está en las posesiones materiales, en tener mucho dinero, importancia y poder, Jesús declara que los verdaderamente dichosos son los "pobres de espíritu", aquellos que no han puesto su corazón en las riquezas, sino en Dios, y lejos de sentirse seguros y satisfechos por lo que tienen, reconocen su indigencia, su necesidad de Él, y viven con la mirada permanentemente vuelta hacia Él y las manos abiertas para recibir lo que Él quiera darles.
A diferencia de los que promueven la felicidad superficial que se expresa en una carcajada producto de la frivolidad y el egoísmo, Jesús declara dichosos a "los que lloran", a los que no viven en una burbuja de inconsciencia y frivolidad, sino que con corazón sensible y compasivo son capaces de dolerse de los males ajenos y lamentar también, con corazón contrito, sus propios pecados.
A diferencia de quienes creen hallar su felicidad imponiéndose por la fuerza e incitan a la violencia y a la venganza, Jesús declara dichosos a "los sufridos" es decir, a "los mansos de corazón", a los que no permiten que su corazón albergue otro afán que el de hacer el bien aun a quien les haga un mal.
A diferencia de los quieren convencerse de que la felicidad está en desentenderse de las injusticias a su alrededor ('no es mi problema'), Jesús declara dichosos a "los que tienen hambre y sed de justicia" y trabajan por conseguirla.
A diferencia de los que se la pasan, según ellos felices, criticando, juzgando, condenando, Jesús declara dichosos a "los misericordiosos", a los que ponen su corazón en las miserias de otros y procuran comprenderlos y perdonarlos, y les promete que obtendrán misericordia.
A diferencia de los que piensan que la felicidad está en ser salirse con la suya mediante intrigas e hipocresías, Jesús declara dichosos a "los limpios de corazón", a los que con rectitud y pureza de intención lo hacen todo sólo por amor a Dios y a los hermanos.
A diferencia de los que creen que la felicidad está en hacer y ganar guerras, Jesús declara dichosos a "los que trabajan por la paz", por edificarla en su propio corazón, familia, comunidad, país.
A diferencia de los que imaginan que la felicidad consiste en 'no hacer olas' y nunca alzan la voz para denunciar lo que está mal, Jesús declara dichosos a "los perseguidos por causa de la justicia", a los que se atreven a incomodar y molestar a otros por dar testimonio de la verdad.
Y a diferencia de los que consideran que la felicidad está en recibir la alabanza y aprobación del mundo, Jesús declara dichosos a quienes son injuriados, perseguidos y de los que se dicen cosas falsas por Su causa, es decir por su fe en Él, por atreverse a dar un testimonio cristiano y defender con firmeza los valores evangélicos; más aún, los invita a alegrarse hasta dar saltos de contento porque afirma que les espera un gran premio en el Cielo.
Es evidente que la felicidad que anuncia Jesús no es fácil de alcanzar, pues para obtenerla hay que mantenerse a contracorriente del mundo, pero a diferencia de la que éste ofrece, la de Jesús no sólo no termina nunca, sino que verdaderamente colma el corazón.
Ahí tenemos como muestra a los santos, los “dichosos” por excelencia, cuyas vidas son muy diversas pero coinciden en algo: si les hubieran preguntado si eran felices, aun en medio de enfermedades, luchas y dificultades, todos, sin excepción, hubieran contestado con un rotundo ¡sí!, pues la dicha con que Dios los colmaba, era una dicha de a deveras, una que por nadie ni por nada podía ser arrebatada.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Caminar sobre las aguas”, Col, ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p.41, disponible en Amazon)