Dudas
Alejandra María Sosa Elízaga*
Uno no hubiera esperado que le surgieran dudas, pero le surgieron, y ¡qué bueno! porque podemos identificarnos con él y considerar como dirigida a nosotros la misma tranquilizadora respuesta que recibió.
Me refiero a Juan el Bautista, del que en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 11, 2-11), nos enteramos que le mandó preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
Parece extraño que Juan, primo de Jesús, que lo conoció desde chico, pregunte eso si él mismo señaló a Jesús como el Cordero de Dios; dejó que sus discípulos se fueran a seguirlo; cuado lo bautizó, vio al Espíritu Santo descender sobre Jesús en forma de paloma; y un día afirmó que debía disminuir para que Jesús creciera. ¿Por qué de pronto ahora le entraron dudas? Cabe dar al menos tres razones:
1. Había sido injustamente encarcelado por Herodes. Tal vez esperaba que Jesús lo hubiera liberado milagrosamente. Lo desconcertó que no fuera así. ¿Sería porque no tenía poder?
2. Había estado predicando que ya el hacha estaba puesta a la raíz de los árboles y que el que no diera buen fruto sería cortado y arrojado al fuego, y llegó Jesús hablando de amor y del perdón de Dios, más aún, invitando a poner la otra mejilla. No coincidía con su idea de Mesías.
3. Oía rumores de que Jesús no respetaba la Ley, que no descansaba en sábado, que no ayunaba, eso tampoco coincidía con su imagen del Mesías.
Así que a Juan le entraron dudas. Y tal vez a nosotros nos entran también.
Quizá a veces nos preguntamos si Dios realmente nos ama, si de veras se preocupa por nosotros. Cuando sufrimos esperamos que nos rescate, como esperaba Juan, y si no lo hace nos desconcierta.
También nos descontrola cuando nos pide lo opuesto a lo que esperábamos, lo opuesto a lo que querríamos hacer.
Pues si nos identificamos con Juan en las dudas, también hemos de identificarnos con lo que hizo al respecto: mandó preguntar. No se calló, no se avergonzó, no se alejó sin decir nada. Se atrevió a mandar a alguien a plantearle a Jesús la duda que había surgido en su corazón.
¡Y Jesús se la despejó!
A Él nunca le han enojado los preguntones, los que de buena fe cuestionan, buscan, quieren saber quién es Él.
Y la respuesta que dio dejó todo claro.
Pidió a los enviados de Juan que fueran a reportarle lo que estaban viendo: milagros anunciados siglos antes y que sólo el Mesías, realizaría.
Aunque las apariencias hicieran pensar que Jesús no estaba haciendo nada por Juan, estaba haciendo ¡mucho más de lo que el propio Juan podía siquiera imaginar o esperar!
Estaba preparando liberarlo a él y a toda la humanidad, no de un pequeño calabozo de puerta de hierro, sino del devastador calabozo del pecado y de la muerte, del que nadie había salido jamás.
Y no sólo no estaba faltando a la Ley, sino que le estaba dando plenitud, cumpliéndola por encima de las miopes miras humanas, y dándole su sentido cabal.
La respuesta de Jesús debe haber tranquilizado a Juan, y nos debe tranquilizar a nosotros.
Cuando no comprendemos los designios de Dios y nos preguntamos el sentido de algo que permite en nuestra vida que nos duele y desconcierta, el Señor nos responde, como a Juan, haciéndonos ver que lo que hace por nosotros es infinitamente más de lo que pensamos o imaginamos.
Nosotros nos preocupamos por el ‘ahorita’, Él por la eternidad.
A nosotros nos interesa una momentánea consolación, a Él, nuestra eterna salvación.
En este Tercer Domingo del Tiempo de Adviento, llamado también ‘Domingo de la Alegría’ o ‘Domingo Gaudete’ (que significa ‘alegraos’), la Iglesia nos invita a regocijarnos, y la razón de la alegría es que viene Dios a salvarnos.
Juan se regocijó ante la presencia de Jesús, cuando aún ambos estaban en el vientre de sus respectivas madres, y, aunque san Mateo no narra la reacción de Juan ante lo que le mandó decir Jesús, cabe pensar que volvió a saltar de alegría. Ya no le importó el calabozo, la oscuridad en la que se hallaba; alcanzó a vislumbrar la Luz que no se apaga.
Regocijémonos también nosotros, que le llevamos de ventaja a Juan que ya sabemos que Jesús es nuestro Salvador, y no tengamos dudas de Su poder y de Su amor.
(Adaptado del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Murmullo de brisa”, Col. ‘La Palabra del Domingo’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 13, disponible en Amazon).