¿Cuándo será ese cuando?
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Cuándo será ese cuando?
Es la pregunta que resuena en el fondo de nuestro corazón cuando leemos la visión para “días futuros” que describe el profeta Isaías en la Lectura que se proclama este domingo en Misa: “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra” (Is 2, 4).
¿Te imaginas? ¿Que llegue un tiempo en el que ya nadie se 'adiestre para la guerra'?, ¿un tiempo en el que se fundan todas las armas y ese material se use para el provecho y bienestar del ser humano?
A algunos nos parece desesperantemente lejano ese día; a otros quizá imposible de alcanzar. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en guerra. No hay lugar en el planeta en donde no se esté llevando a cabo, en este mismo instante, mientras lees esto, algún conflicto armado. Nos parece normal ver en las noticias imágenes de tanques blindados recorriendo las calles; gases lacrimógenos dispersando multitudes; cadáveres tirados en las plazas; mujeres y niños de ojos grandes y asustados que se asoman cautelosos detrás de una ventana rota o de las ruinas de su casa, o huyen apresurados a un destino incierto en algún país vecino, sin llevar más que lo que traen puesto, dispuestos a convertirse en refugiados que lo han perdido todo -hogar, familia, empleo y esperanza- a causa de una lucha armada de la que son víctimas indefensas.
Los países más desarrollados y poderosos del mundo tienen una economía basada en la guerra: en vender armas y equipo bélico. Se gasta más dinero en artefactos capaces de aniquilar al ser humano que en alimentos para nutrirlo, ropa para vestirlo, casa para protegerlo, medicinas para curarlo. Es escandaloso el monto del presupuesto que las superpotencias dedican a la destrucción de supuestos enemigos.
Lo curioso es que todos los que hacen la guerra lanzan grandes discursos en torno a la paz; la enaltecen, la prometen, actúan como si de veras les importara que ésta por fin floreciera en este mundo tan lastimado, pero la verdad es que no hacen nada para construirla, todo lo contrario.
En este estado de cosas, lo que dice Isaías despierta una gran nostalgia en el corazón. ¿Cuándo será ese cuando?, ¿cuándo sucederá que estas palabras bíblicas no sólo estén escritas en una escultura en las afueras de la ONU, sino inscritas en lo profundo de la conciencia de los que ahí deciden los destinos del mundo?
La respuesta quizá nos incomode, y es ésta: la paz no es asunto que compete sólo a los demás; no es tema exclusivo para los dirigentes de las naciones. Nos atañe a nosotros también. A ti y a mí. Un país en guerra está formado por individuos en guerra, por personas que acumularon suficiente odio en su corazón como para salir a matar. Y ¿cómo fue que surgió ese odio? De a poquito. Día tras día. En cantidades suficientemente pequeñas como para que quienes lo albergaban no sintieran preocupación y siguieran creyéndose personas buenas; pero como siempre sucede cuando alguien permite que anide el odio en su interior, éste creció, y se volvió contagioso, y pronto se convirtió en estímulo para la violencia, en justificación para vivir matando. Lo vemos todos los días: los dirigentes firman la paz y la gente de sus pueblos no cesa las agresiones.
¿Cómo puede desterrarse tanta negrura del alma?, ¿qué hacer para que reine por fin la paz que hoy nos promete el profeta Isaías? San Juan Pablo Magno ofreció una respuesta estremecedora en un maravilloso discurso que pronunció el Día Mundial de la Paz, el 1º de enero del año 2002: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”
Comentó que con frecuencia había reflexionado acerca de cómo se puede restaurar el orden moral y social, y que era su convicción que “la paz es fruto de la justicia, esa virtud moral y garantía legal que asegura el respeto de los derechos y responsabilidades y la justa distribución de beneficios y cargas. Pero como la justicia humana es frágil e imperfecta, sujeta como está a las limitaciones y el egoísmo de individuos y grupos, debe incluir y ser completada por el perdón que sana y reconstruye las atribuladas relaciones humanas desde sus cimientos. Esto se aplica a toda circunstancia, grande y pequeña, a nivel personal o más ampliamente, internacional.”
Más adelante afirmaba: “La sociedad está muy necesitada de perdón. Familias, grupos, estados, la comunidad internacional entera necesita del perdón para poder ir más allá de la esterilidad de mutuas recriminaciones...En la capacidad para perdonar se encuentra la base sobre la cual podrá construirse una sociedad futura, marcada por la justicia y la solidaridad.”
San Juan Pablo Magno puso el dedo en la llaga y la bola en nuestra cancha. Nos avisó que no podemos cruzarnos de brazos esperando que otros arreglen este maltrecho mundo; que no podemos sentirnos espectadores cuando estamos llamados a jugar un papel importantísimo: construir la paz, primero en nuestro interior, luego en nuestra familia, en nuestra comunidad, en nuestra nación, en nuestro mundo.
Sólo si cada ser humano toma este reto como un llamado personal, podrá cumplirse la visión que nos narra Isaías.
Inicia el Adviento, tiempo para prepararnos a celebrar la venida de Jesús, Príncipe de la Paz. No consideremos que las palabras de profeta son sólo una poética fantasía. Anuncian una verdadera posibilidad. Nos toca hoy a nosotros, con la gracia de Dios, hacerla realidad.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “¿Te has encontrado con Jesús?”, Col. ‘Fe y Vida’, vol 2, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 8, disponible en Amazon).