y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Profetas de verdad

Alejandra María Sosa Elízaga*

Profetas de verdad

Hay dos obras espirituales de misericordia, ‘corregir al que se equivoca’ y ‘dar buen consejo al que lo necesita’, que probablemente no pocos quisiéramos que vinieran con uno de esos avisos en letras pequeñitas: ‘aplican restricciones’, que indicaran excepciones: ‘no corregir ni aconsejar si de antemano supone que no le harán caso, si teme caer mal, si arriesga Ud la amistad, la chamba o incluso el pellejo’.

Ello nos permitiría fingir demencia y salirnos por la tangente, pero no existen dichas indicaciones, ni siquiera una que nos parecería muy prudente: ‘sólo corrija y aconseje cuando se lo soliciten’.

Y es que si para hacer una corrección o dar un consejo tuviéramos que esperar a que la persona que los necesita los pida, tal vez tendríamos que sentarnos a esperar toda la vida. Así que no queda más remedio que corregir y aconsejar, como dice san Pablo, “a tiempo y a destiempo” (2Tim 4,2), caiga bien o caiga mal, sin entrometernos de más, pero también sin interesarnos de menos.

¿Cómo saber cuándo corregir o aconsejar?

Cuando la corrección y el consejo sean realmente necesarios para ayudar a esa persona en su camino hacia la santidad, y cuando la motivación para darlos no sea sentirnos superiores, humillar o molestar, sino el amor a Dios y a los demás.

Sólo así podemos y debemos animarnos a realizar algo, sabiendo que no será popular.

Es lo que animaba a los profetas. Lo que los sostenía.

Ser profeta no es fácil porque como dice el dicho ‘la verdad no peca, pero incomoda’, la gente se pone a la defensiva, contraataca, se enoja. Pero el verdadero profeta es libre, no busca aprobación sino cumplir la voluntad de Dios.

Consideremos, por ejemplo, al profeta Jeremías.

Por ir de parte de Dios a anunciar lo que Él le pedía, le tocó anunciar, con gestos proféticos y con palabras durísimas, castigos y catástrofes, y por supuesto sus anuncios fueron muy mal recibidos, cayeron, como decimos coloquialmente, ‘en el hígado’, y se enemistó con tanta gente que intentó matarlo una y otra vez, que muchas veces clamó al Señor y deseó ya no ser Su profeta, pero nunca renunció.

¿Por qué siguió? Por el amor que Dios encendió en su corazón. Él mismo lo reconoció:

Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana; todos me remedaban...La palabra del Señor ha sido para mí oprobio y burla cotidiana. Yo decía: ‘no volveré a recordarlo, ni hablaré más en Su Nombre’. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jer 20, 7-9).

El amor a Dios y a los hermanos, hace imposible desentendernos, si sentimos que Dios nos envía a corregirlos o aconsejarlos.

Ahí tenemos lo que nos narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jer 38, 4-6.8-10).

Dios envió a Jeremías a pedir al rey que no confiara en sí mismo, en sus propios planes, que hiciera algo que iba contra su propia lógica, contra sus instintos, contra lo que tenía planeado hacer, y confiara enteramente en Dios.

¿Cómo reaccionó el rey? Permitió que arrojaran al profeta a un pozo, donde el pobre quedó: “hundido en el lodo” (Jer 38, 6c).

¿Te ha pasado que has corregido a alguien o le has aconsejado algo que va contra sus deseos, sus instintos, lo que quiere hacer, le has pedido que amolde su voluntad a la de Dios, y por su mala reacción te sentiste como arrojado a un pozo, como hundido en el lodo? ¿Has sido objeto de su incomprensión, desprecio, burla, ira, animadversión? ¿en tu casa, escuela o trabajo te tacharon de mocho, de ridículo, de exagerado, de sangrón?, ¿te aplicaron la ‘ley del hielo’ tus amistades?, ¿incomodaste a tu familia? ¿alguien te ignoró o borró de sus redes sociales? Entonces tal vez puedas identificarte con Jeremías.

Pero no te identifiques sólo con que fue arrojado a un pozo de lodo; identifícate también con el modo como reaccionó.

Fíjate que no se puso a pensar: ‘mira nada más a dónde fui a parar, por anunciar lo que Dios me pidió. Eso me gano por ser Su profeta, prometió estar conmigo y me dejó solo’.

Jeremías confió.

Y Dios no lo defraudó.

Un oficial de palacio se atrevió a reprochar al rey que se hubiera arrojado a Jeremías al pozo, y el rey lo mandó sacar.

Y ¿qué hizo Jeremías? ¿Huir sin mirar atrás pensando: ‘renuncio a ser profeta, más vale aquí corrió que aquí quedó’?

No, nada de eso. Siguió siendo fiel al llamado de Dios.

Y se atrevió a volver a decirle al rey lo que Dios le mandó.

¡Ese fuego que ardía en el interior del profeta, ese celo por cumplir, primero que nada, lo que le pedía el Señor, es lo que lo movió a actuar, y es lo que nos debe motivar!

En el Evangelio dominical, Jesús dice: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49)

Dios ha encendido en nuestro corazón un fuego inapagable para que vayamos a alumbrar, a calentar, a encender, a hacer arder otros corazones.

Pidámosle que nos ayude a ser profetas de verdad. Que como Jeremías, también nosotros nos dejemos seducir, incendiar, enviar, a corregir y a aconsejar, con absoluta libertad.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La respuesta de Dios”, Col. “La Palabra del Domingo’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 107)

Publicado el domingo 14 de agosto de 2022 en la pag web y de facebook de Ediciones 72