Tener fe
Alejandra María Sosa Elízaga*
El otro día escuchaba por radio a un locutor y a una locutora que coincidían en afirmar que les gustaría tener fe en Dios pero que no podían tenerla, y cuando cada uno expuso sus razones para esta supuesta 'imposibilidad' me llamó mucho la atención que las mismísimas respuestas que dieron las hubieran podido dar otra pareja cuya historia se cuenta en el Antiguo Testamento y cuya fe era tan grande que en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa, (ver Heb 11, 1-2), es mencionada ¡como ejemplo!
Pensé que era muy curioso que lo que unos consideran obstáculo para creer, a otros no les estorbe en lo absoluto.
El locutor dijo que no se consideraba creyente porque tenía muchas dudas respecto a Dios, muchos interrogantes sin respuesta; que además su vida actual le parecía bastante aceptable y no le interesaba complicársela con una fe que le exigiera cambiar en algo.
Es obvio que no ha captado que uno no cree en Dios porque uno lo sepa o entienda todo acerca de Dios; que la fe no implica no tener dudas. Como seres humanos jamás podremos abarcar a Dios con nuestra limitada mente, es absurdo esperar a tener todas las respuestas para poder creer. El creyente no es aquel que no descansa hasta saberlo todo de Dios, sino el que descansa en Dios que lo sabe todo.
Ahí tenemos a Abraham. Es ya un anciano cuando Dios lo invita a abandonarlo todo -su tierra, su gente, su hogar de toda la vida- para ir quién sabe a dónde a cumplir un sueño que hasta ese momento parecía irrealizable.
Cuando quizá ya estaba pensando en pasarse las tardes merendando 'chopitas' y contemplando el atardecer con sus pantuflas puestas y su viejita a su lado, Dios le cambia los planes ¡radicalmente!, y no le da detalles, no le regala un mapa, no le presta un ‘GPS’, no le hace reservación en ningún hotel, no le explica el itinerario, no le revela por qué lo eligió a él, para acabar pronto: no le aclara nada de nada. Le deja intactas sus dudas, sus preguntas, su incertidumbre. Tan sólo le hace una promesa y una invitación, y espera a ver qué hace Abraham.
Si Abraham hubiera sido como este locutor, hubiera dicho: 'no gracias, de aquí no me muevo, así estoy bien, no me fío de un programa tan incierto' y se hubiera quedado como estaba, y no hubiera dejado que el maravilloso proyecto que Dios tenía para él se realizara.
Afortunadamente Abraham elige fiarse de Dios, y a sus 'sopetecientos' años emprende la fatigosísima marcha hacia lo desconocido, conducido tan sólo por su fe en el Señor. Y el Señor recompensa su fe y le da una descendencia tan numerosa como las estrellas que un día lo invitó a contar...
La locutora dijo que ella no creía porque le parecían absurdas todas esas historias de la Biblia que muestran a Jesús haciendo milagros, que ni modo que Jesús fuera 'superman', que no creía que curara gente, devolviera la vista a los ciegos, la vida a los muertos, en fin, que le parecía que era imposible que todo eso hubiera sucedido.
Es cierto que para un ser humano todo eso es imposible, pero no para Dios, y Jesús es Dios, y, como Dios, puede hacer cualquier cosa. Cualquier cosa. Resulta absurdo considerar que Dios sólo es capaz de realizar lo que a nosotros nos suene lógico y razonable. Aquel que creó el universo entero, que fue capaz de diseñar los agujeros negros en el espacio y dibujar los puntitos negros en el caparazón rojo de una catarina; que pinta de inverosímiles colores los atardeceres y sostiene en el aire el vuelo de un colibrí, ¿no podrá realizar lo que se le ocurra? ¿Por qué pretender que comparta nuestros límites? Si los santos han realizado milagros en Su nombre, ¿no iba a poder hacer milagros el Dueño de ese Nombre?
El creyente no es aquel que tiene una fe encerrada en un 'no se puede', sino el que se fía del Dios que todo lo puede.
Ahí tenemos a Sara, la mujer de Abraham. El sueño de ambos había sido tener un hijo, y cuando ella entra en la menopausia pierde las esperanzas al grado de que cuando Dios promete que tendrá un hijo, ella se carcajea. Si Sara hubiera pensado como la locutora, ahí mismo hubiera cerrado el asunto, hubiera creído que tuvo un sueño absurdo y nada hubiera pasado. Afortunadamente ella, como Abraham, también sabe fiarse de Dios. Cree. Y por su fe Dios le concede lo imposible: concebir en su vejez al hijo anhelado y prometido.
Esta pareja de locutores ¡no sabe de lo que se pierde! Es que la existencia cobra otro sentido para quienes tenemos fe, es decir, para quienes nos fiamos de Dios, aceptamos Su propuesta, decimos 'sí' a Su invitación, al modo siempre provocativo, inquietante, audaz, novedoso como se hace presente en nuestra vida obligándonos a salir de los estrechos confines de nuestras seguridades y nuestra lógica, animándonos a romper nuestras paredes, salir al camino, cambiar algunos planes por otros siempre mejores y sentir el vértigo de no saber qué sucederá mañana, pero también la alegría y la paz de saber que nos acompaña Aquel que sí lo sabe y por eso podemos abandonarnos confiadamente a Él...
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Vida desde la Fe”, Col. ‘Fe y Vida’, vol 1, Ediciones 72, México, p. 177, disponible en Amazon).