y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Un chisme ¿buenísimo?

Alejandra María Sosa Elízaga*

Un chisme ¿buenísimo?

Te tengo un chisme ¡¡bue-ní-si-mo!!

Esta frase garantiza capturar la instantánea atención de quien la escucha. Parece que a todo el mundo le interesa el chisme, especialmente si promete ser informativo y sobre todo...venenoso.

Todo el mundo parece estar dispuesto a oír algo malo de alguien más. El problema es que no existen chismes 'buenísimos': todos los chismes son malísimos. ¿Por qué? Porque hacen un triple daño:

En primer lugar el chisme daña a la persona de la que se habla.

Se hace público un defecto, un error, una falta y eso provoca dos reacciones muy negativas: Por una parte hace que quienes oyen el chisme etiqueten a esa persona. Dicen que 'al que mata un perro le llaman mataperros' y es verdad;  los que oyen hablar mal de alguien tienden a hacerse una mala imagen de esa persona y es casi imposible que la cambien. Por otra parte, la persona 'etiquetada' queda aislada, pues los demás ya no confían igual en ella. Y quizá entre quienes ya no se le acercarán estaba alguien que la iba a ayudar a cambiar y a superar su defecto.

Alguno podría considerar que no importa si al hablar mal de otro le hace un mal, al fin que le cae gordo y no le importa lo que le pase. Ante esto cabe responder que esta actitud no es cristiana. Como seguidores de Cristo estamos llamados a cumplir el único mandamiento que nos dejó: amarnos unos a otros (ver Jn 15, 12), y el amor consiste en hacer un bien al otro, no sólo con las obras, sino también con las palabras.

Y quien lanza un chisme es responsable no sólo de ese chisme, sino de todas las veces que se repita, y es seguro que se repetirá, y si se difunde en redes sociales, puede volverse ‘viral’ y llegar a miles, incluso a millones de personas. Y Dios nos pedirá cuentas ¡de todas y cada una de esas repeticiones!

En segundo lugar el chisme daña al que lo escucha.

¿No te ha pasado que te cuentan algo malo de alguien cercano o algo que supuestamente dijo de ti y como no puedes ir a aclararlo porque 'quemarías' al chismoso, te quedas con un sentimiento de molestia y decepción que no puedes quitarte porque no tienes manera de averiguar si aquello que te dijeron fue cierto o no? Prestar oídos a chismes equivale a llenarnos de comida chatarra: no sólo no nos alimenta sino que nos desnutre y enferma.

En tercer lugar el chisme daña a quien lo cuenta.

El que habla mal queda mal. Cuando un amigo tuyo te dice horrores de otro amigo, te quedas pensando: 'uy si así habla de éste cuando no está, ¿cómo hablará de mí detrás de mí?'...

Recuerdo una ocasión en la que mi hermano y yo estábamos criticando a un conocido que había hecho algo con lo que no estábamos de acuerdo. Mi mamá interrumpió la charla diciendo: 'bueno ya, cambien de tema, que nadie se ha hecho mejor porque hablen mal de él a sus espaldas.' Esa frase fue un golpe a la conciencia, una invitación a reflexionar en lo que aquí se ha planteado: que hablar mal no sólo no hace mejor a nadie: ni a la persona de la que se habla, ni a quien habla ni a quien escucha, sino que es una práctica destructiva totalmente contraria a lo que Dios espera de nosotros.

En el Salmo que se proclama este domingo en Misa el salmista pregunta: '¿Quién será grato a Tus ojos, Señor?', y entre otras cosas, responde: 'El que con su lengua a nadie desprestigia...el que no hace mal al prójimo ni difama al vecino...' (Sal 14, 1.3). El chismoso que cree serle muy grato a quien lo escucha, se olvida de que también lo está escuchando Dios...

En una ocasión en que trataba este tema con un grupo de señoras una de ellas preguntó impaciente: 'pero entonces, ¿qué?, ¡¡¿ya no se puede hablar de nadie?!!'. Le respondí: depende de la intención con que lo hagas. Cuando la intención es exhibir al otro, hacerlo quedar mal, arruinar su buena fama (es decir, difamarlo), en suma, cuando se busca destruir hay que callar. Y ni siquiera decir: 'tengo un chisme sobre fulanito pero no lo puedo contar': esto despierta más curiosidad y hace que los oyentes se imaginen algo peor de lo que en realidad es.

Sólo se puede hablar de alguien cuando no se hace mal, o se busca hacer algo bueno, encontrar una solución, una manera concreta de ayudar a la persona de la que se habla, y cuando quien escucha aquello pueda intervenir para bien. De otro modo, hay que callar.

Alguien podría alegar que es difícil callar cuando alguien nos cae mal o ha hecho algo que nos enoja o indigna. Surge siempre la tentación de platicarlo. La sugerencia aquí es: platícalo, sí, pero no a la gente sino a Dios. Y pídele por esa persona. Hay que orar en lugar de criticar. Había un sacerdote que cuando alguien hablaba mal de otro decía: '¡qué barbaridad, qué mal está, necesita que recemos un Rosario por él!' Y ahí mismo se ponía a rezar y hacía que el chismoso rezara con él. Y hacía esto tantas veces como se hablara mal de alguien. La gente empezó a cuidarse mucho de no decirle nada malo de nadie ¡a riesgo de pasarse el día rezando Rosarios! (no es mala idea, ¿eh?).

Santa Teresa de Ávila decía que como no permitía que en su presencia se hablara mal de alguien, donde ella estaba todos tenían bien cuidadas las espaldas.  Qué bello que se pudiera decir eso de nosotros en nuestras charlas.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga ‘Vida desde la Fe’, Col. Fe y Vida, vol. 1, Ediciones 72, México, p. 165, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 17 de julio de 2022 en la pag web y de facebook de Ediciones 72