y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Desear la paz

Alejandra María Sosa Elízaga*

Desear la paz

Es curioso, cuando nos felicitan por un cumpleaños o por algún otro aniversario o celebración, la gente suele desearnos larga vida, mucha salud, prosperidad, pero no acostumbran desearnos la paz, probablemente porque sienten que se oiría un poco raro, y quizá les da cierta pena que pensemos que nos ven muy acelerados, o peor aún, que secretamente esperan que ya descansemos en paz.

La verdad es que fuera de ese momentito en Misa en el que antes intercambiábamos apretones de manos y hoy higiénicas cabezaditas, no solemos desearnos mutuamente la paz, y sin embargo es algo fundamental porque si uno viviera una larga vida, pero no tuviera paz, sería un infierno; si tuviera salud, pero no paz, la inquietud y la angustia terminarían por enfermarlo; si tuviera prosperidad sin paz, no podría realmente disfrutarla.

Es tan importante tener paz que en prácticamente todas las apariciones de Jesús Resucitado lo primero que hace es comunicar a Sus discípulos Su paz.

El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 14, 23-29) nos presenta unas palabras muy significativas que Jesús pronunció en la Última Cena. Dijo: “La paz les dejo, Mi paz les doy”.

Atención. Ésta no es una paz cualquiera. Es nada menos que la de Aquel a quien el profeta Isaías anunció como “Príncipe de la paz” (Is 9,5).

Es Suya la paz que nos comparte, y basta con repasar los últimos acontecimientos de la vida de Jesús para comprobar que nadie ha tenido jamás una paz semejante, que le permitió soportar lo insoportable: El sufrimiento de sentirse lejos de Su Padre; el sufrimiento de asumir nuestros pecados, toda la podredumbre humana; el sufrimiento de que un amigo lo traicionara, otro lo negara y todos lo dejaran solo. El sufrimiento de ser aprehendido como si fuera un delincuente, y ser condenado, torturado, crucificado, y que ni desde la cruz dejaran de ultrajarlo y burlarse.

¿Quién hubiera podido aguantar tantas atrocidades, una tras otra sin desesperarse, sin echar maldiciones o cuando menos quejarse? Sólo Jesús. Él, que jamás perdió la paz.

Y es esa paz Suya sólida, inquebrantable, capaz de resistirlo todo, la que viene a ofrecernos. Y todavía nos aclara que no es una paz como la que da el mundo. Ya nos damos cuenta. La paz del mundo es superficial, efímera, falsa, indigna de llamarse paz. Como la que se da entre unos esposos que viven 'en paz' pero no se hablan; como la de dos países armados hasta los dientes que viven aparentemente 'en paz', pero se la pasan esperando a ver a qué horas se declaran la guerra; como la de tanta gente que cree que vive en paz porque no ha matado a nadie, pero ¡ay, que no la hagan enojar! 

No, no es ese el tipo de paz que viene a ofrecer Jesús. La Suya es la paz verdadera, la que vive Él, la que penetra hasta lo más hondo del alma y la serena. La que nos resulta indispensable y la que no podemos darnos el lujo de perder. Por eso nos pide: “No pierdan la paz”. Parece que nos sabe algo...Conoce con qué facilidad nos dejamos alterar, malhumorar, inquietar, deprimir, desanimar, aterrorizar, desesperar, en esta vida acelerada, llena de asuntos pendientes y situaciones que nos agobian.

Oportuna nos llega la invitación del Señor, a acoger y conservar Su paz, la verdadera, la inalterable, la que hemos de desear, para nosotros y para los demás.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La Mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 79, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 22 de mayo de 2022 en la pag web y de facebook de Ediciones 72