El valor de volver
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Qué es lo que hace que, sin tener obligación, sino con entera libertad, uno elija volver a algún lugar que ha visitado?
Probablemente que ha quedado impresionado por su belleza, o por la amabilidad de su gente o por lo que ahí puede uno comprar u obtener.
Difícilmente querríamos volver a un lugar en el que la hemos pasado terriblemente mal. Tendríamos que tener una razón muy poderosa para hacerlo, y aún así lo pensaríamos dos veces...
La Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Hch 14, 21-27), nos cuenta que el apóstol Pablo y su compañero de viaje Bernabé “volvieron a Listra, Iconio y Antioquía” (Hch 14,21).
Así de entrada, quizá estos nombres no nos digan nada, consideremos que corresponden a lugares antiguos, lejanos a nosotros en el tiempo y la distancia, que los apóstoles habían visitado en sus viajes misioneros, y a los cuales era natural que alguna vez regresaran. ¡Ah!, pero si echamos un 'ojito' al texto inmediatamente anterior a éste nos enteramos de algo impactante:
Resulta que la primera vez que Pablo estuvo predicando en Listra, (ciudad de la región de Licaonia, hoy Turquía), llegaron de Iconio y de Antioquía unos hombres que desde hacía tiempo venían persiguiéndolo y oponiéndose a su predicación (ver Hch 13,50; 14,2.5).
Armaron un alboroto contra Pablo, voltearon a la gente en su contra y lo apedrearon. Cómo sería el ataque que no se detuvieron sino hasta que pensaron que lo habían matado; entonces, sin ningún miramiento, lo arrastraron hasta las afueras de la ciudad; podemos suponer que creyéndolo muerto, lo hacían a jalones y sin preocuparse de si se golpeaba o se raspaba contra las piedras del camino; lo arrojaron lejos y se fueron, dejándolo ahí tirado, cubierto de sangre y de polvo (ver Hch 14, 19).
Cuando Pablo volvió en sí y pudo incorporarse, terriblemente lastimado como estaba, ¿qué crees que fue lo primero que quiso hacer? Si nos ponemos a pensar en lo que haríamos hoy nosotros si nos pasara lo que le pasó a él, podríamos imaginar al menos 4 posibilidades: Primera, pedir que nos llevaran de urgencia al médico y luego darnos de baja, pensando que eso de ser misioneros es muy malo para la salud. La segunda posibilidad sería dejarnos apanicar y encerrarnos, temiendo que si salimos alguien nos invite una segunda ronda de pedradas. La tercera sería sentirnos víctimas y héroes, a todos contarles lo que nos pasó, mostrar las cicatrices, tal vez incluso guardar una de las piedras en una vitrina, como reliquia para enseñarla a las visitas, y ya nunca volver a misionar, pensando que ya llenamos nuestra cuota y podemos sentirnos satisfechos el resto de nuestra vida. Una cuarta posibilidad sería llenarnos de furia y deseos de venganza y de regreso a la ciudad ir recogiendo piedras para aventárselas a los que nos apedrearon a nosotros, para que vean lo que se siente.
Pues, ¿sabes qué?, nada de eso pasó por la mente de Pablo. Lo único que hizo, fue levantarse y regresar a la ciudad (ver Hch 14,20).
Alguno lo considerará necedad o imprudencia; pero aquí no hay más que un anhelo inmenso por convertir a sus hermanos, a pesar de ellos mismos, y una enorme capacidad de perdonar, surgida del perdón incondicional que él mismo recibió del Señor y de la comunidad.
Es bonito predicar el perdón cuando no se tiene a nadie a quién perdonar, pero cuando se nos retuerce el hígado ante lo que consideramos una injusticia, una ingratitud, una traición, ¿cómo reaccionar? Pablo nos lo enseña. Acaba de recibir mal por bien; fue a anunciarles la salvación, y ¿así le pagan?, ¡qué tentación mandarlos a volar e irse a otra parte! Nadie le hubiera reclamado; todos hubieran comprendido que por salud física (e incluso mental) no valía la pena que regresara a un sitio tan hostil y peligroso, pero Pablo regresa. No olvida que cuando fue perseguidor de cristianos Dios lo perdonó con infinita misericordia, así que ahora está dispuesto a comunicar esa misericordia a sus perseguidores. Vuelve a darles testimonio, y vuelve rodeado de discípulos.
Esto me recuerda una escena de la película 'Romero', en la que se ve que unos soldados han tomado una iglesia y no permiten que entre el obispo. Él se marcha y al poco rato regresa, revestido para celebrar Misa y con toda decisión se encamina al interior de la iglesia. Sus feligreses, personas muy sencillas del pueblo salvadoreño, se ponen a su lado y entran con él. Y hay tal serena determinación en sus rostros, tal fuerza espiritual en su actitud que los soldados se quedan mirándolos incapaces de reaccionar.
Podemos suponer que algo así sienten quienes lapidaron a Pablo y lo ven regresar, todo ensangrentado, lleno de heridas y moretones, con la ropa rota y cubierta de polvo, maltrecho en su cuerpo, pero no en su espíritu. Su mirada, su andar, su ánimo, seguramente los dejan pasmados; y sin duda muchos de los que lo apedrearon, admiran su valor, su convicción, su capacidad de devolver bien por mal, y abrazan la fe.
A la hora de dar un testimonio, la actitud puede más que mil palabras, especialmente cuando se trata de perdonar lo imperdonable.
Se comprende así qué significativo es ese “volvieron” del primer renglón de la Lectura dominical. Corresponde a una ¡tercera! visita de Pablo a esa ciudad en la que ha fundado una comunidad de cristianos que creen en su testimonio porque reconocen que vive lo que predica, y se sienten animados a perseverar en su fe aunque les anuncie que hay que pasar tribulaciones, porque gracias a él han comprobado, que con la ayuda de Dios pueden lograrlo.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Gracia Oportuna”, Col. Fe y Vida, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 72, disponible en Amazon).