Misericordia
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si Dios sólo fuera Eterno pero no tuviera misericordia, lo sentiríamos como un temible Inspector en vigilancia perpetua registrando hasta la última falta que cometiéramos.
Si sólo fuera Todopoderoso pero no tuviera misericordia, nos aterraría pensar que en cualquier chico rato podría hacernos algo malo o borrarnos de un plumazo de la faz de la tierra.
Si sólo fuera Juez pero no tuviera misericordia, nadie resistiría Su juicio, estaríamos irremediablemente condenados.
Pero no es así, porque Dios es Misericordioso, y ése es un atributo Suyo que resulta verdaderamente reconfortante para nosotros, un verdadero 'apapacho' para el alma, por todas las implicaciones que tiene. Consideremos algunas de ellas:
La misericordia de Dios implica, entre otras cosas, comprensión. El Señor comprende nuestra naturaleza, lo que nos pasa, lo que no hace tropezar. Se da cuenta de que la mayoría de las veces caemos por débiles no por malos. Aquel que fue capaz de ponerse en nuestro lugar, compartir nuestra condición humana, nos entiende como nadie.
Implica también compasión, que no es tener lástima sino vibrar con el sufrimiento del otro, sentirlo como propio. Dios no nos contempla indiferente desde el cielo, le conmueve lo que nos sucede y siempre hace algo al respecto.
Implica bondad, busca sólo nuestro bien, nunca quiere nuestro mal.
Implica generosidad, la capacidad de dar infinitamente más de lo que recibe. Nosotros no hacemos nada o apenas un poquitito por Él, y Él corresponde dándonoslo todo; nos entrega desproporcionadamente más de lo que cabría esperar.
Implica paciencia; no se desespera, no se harta, no reacciona ante nuestras repetidas infidelidades diciéndonos: 'ya me tienes hasta acá', sino que cuando caemos sabe soportarnos (no en el sentido de 'aguantarnos' sino de sostenernos) y no se cansa de esperar a ver a qué horas tomamos la mano que mantiene tendida hacia nosotros.
Implica una capacidad inagotable de perdón. Las primeras palabras que dijo el Señor en la cruz fueron para perdonar. No sabe guardar rencor ni sentir deseos de venganza, y de las faltas que nos ha perdonado no se vuelve a acordar.
Implica acogida; está siempre aguardando con los brazos abiertos, como el padre del hijo pródigo, a que volvamos a Él, sin importar qué tan bajo hayamos caído o que tanto -en tiempo o en distancia- nos hayamos alejado.
Implica cercanía; está siempre pendiente de nosotros, pero con una atención que no está buscando detectar en qué fallamos sino en qué nos ayuda.
Implica desde luego, amor, un amor desde siempre y para siempre, un amor que no espera nada, que es todo donación, que no busca ser feliz sino hacer feliz.
Implica una gran ternura, una especie de abrazo que a la vez que es tan fuerte que puede rescatarnos, es tan delicado que jamás nos lastima ni nos hace sentir humillados.
Implica gratuidad, se da sin que lo merezcamos, como regalo inesperado.
Implica consuelo, el más eficaz remedio para calmar nuestra angustia, nuestro llanto.
Implica alegría, el gozo de sabernos incondicionalmente aceptados, de tener la certeza de que tenemos Alguien que jamás nos volverá la espalda.
Implica paz, la auténtica, la que proviene de saber que sin importar lo que suceda, todo será para bien pues en Él hallaremos el refugio y la fortaleza para superar nuestras miserias y seguir adelante.
Podría uno pasarse una vida entera ponderando las implicaciones de la misericordia de Dios, basten ésas para comprender que es un don Suyo sin el cual no podríamos seguir adelante.
Este Segundo Domingo de Pascua, en que la Iglesia celebra la Fiesta de la Divina Misericordia, el Evangelio que se proclama en Misa (ver Jn 20, 19-31) plantea tres escenas que hubieran tenido un desenlace muy distinto si no fuera por la misericordia del Señor.
Ante la cobardía de los discípulos, encerrados por miedo a los judíos, Jesús no reacciona con decepción sino con misericordia, se presenta en medio de ellos y les comunica Su paz.
Ante la incredulidad de Tomás, no reacciona indignado, sino con misericordia, y en lugar de regañarlo por su falta de fe lo invita a comprobar la realidad de Su cuerpo resucitado.
Y ante la triste certeza de que los seres humanos de toda época y lugar seguiríamos siendo pecadores, a pesar de ser discípulos Suyos, no se desentendió ni nos abandonó sino que reaccionó con misericordia e hizo algo inaudito: concederle a Sus apóstoles y a los sucesores de ellos, autoridad para perdonar los pecados en Su nombre y darnos la posibilidad de no perder nuestra amistad con Él. ¡Tanto así nos ama el Señor!
Su misericordia es tan desmesurada que no la podemos captar o entender, sólo podemos sumergirnos en ella, agradecerla, aprovecharla, celebrarla, y procurar imitarla y darla a conocer.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 66, disponible en Amazon).