Contrastes
Alejandra María Sosa Elízaga*
El Domingo de Ramos se proclama el Evangelio que narra la Pasión de Cristo, (que este año corresponde a Lc 22, 14-23.56), un texto riquísimo sobre el que habría tanto para reflexionar que no nos alcanzaría este artículo por lo que quisiera proponer que nos centremos en un solo tema que se deduce al leer cierto fragmento: el tema de las consecuencias de orar o dejar de orar.
Cuando Jesús y los discípulos llegaron al monte de los Olivos después de la cena, les pidió: "Oren, para no caer en la tentación" (Lc 22,40). Y luego, con Su característica coherencia de siempre hacer lo que predicaba, Él mismo se apartó un poco y se puso a orar: “Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz; pero que no se haga Mi voluntad sino la Tuya” (Lc 22,42).
Es maravilloso que podamos conocer el contenido de Su oración, no porque ello satisfaga nuestra curiosidad, sino porque nos da, entre otras, tres valiosas enseñanzas.
1. Que se dirige a Dios llamándolo "Padre". Aprendemos de Él a tener la certeza de que aunque Dios tiene poder para hacer lo que sea porque para Él no hay imposibles, como es un Papá amoroso, permitirá sólo lo que sea mejor para nosotros.
2. Que le pide con toda confianza y honestidad lo que quisiera. Aprendemos de Él que se vale que le digamos a Dios cómo nos sentimos, qué nos gustaría, qué nos da miedo, sea lo que sea, y Él siempre nos escucha compasivo y, si acaso no nos libra de aquello, sí nos da la fuerza para resistirlo.
3. Se pone enteramente en las manos de Su Padre, confiando absolutamente en que lo que Él decida es lo mejor. Aprendemos de Él la llamada 'oración de abandono', que no consiste en abandonar la oración sino en abandonarse en la oración, es decir, expresarle a Dios que nos entregamos confiadamente, a Su voluntad. Y ojo, no siempre es fácil; a veces puede doler y mucho, pero quien cumple la voluntad de Dios se siente sostenido por la absoluta seguridad de que está haciendo lo que realmente le conviene, lo que será para su bien y salvación. Y así como el Padre envió un ángel a confortar a Jesús, así nos manda consuelos que nos animan a perseverar en el bien.
Dice el Evangelio que mientras Jesús oraba sudaba gotas de sangre (ver Lc 22,44), lo cual muestra qué grande era Su angustia ante lo que le esperaba, pero también muestra que Su amor y confianza hacia Su Padre eran tan grandes que le permitían amoldar completamente Su voluntad a la de Él.
Y cabe hacer notar que después de Su oración Jesús pudo vivir todo lo que se le vino encima con total dominio propio y sorprendente serenidad.
Qué diferencia con lo que sucedió con los discípulos.
Cuenta el Evangelio que en lugar de orar, como se los pidió Jesús, se echaron a dormir (ver Lc 22,45). Y, claro, cuando llegó el momento de la prueba, no tuvieron fuerzas para resistir.
Examinemos el caso de Pedro porque es ejemplo de tres situaciones a las que nos puede conducir la falta de oración:
1. Cuando llegó la turba a aprehender a Jesús, Pedro respondió con violencia. San Lucas no menciona su nombre pero sabemos que fue Pedro el que sacó la espada para cortarle la oreja al siervo del sumo sacerdote (ver Lc 22,50; Jn 18,10).
Cuando no haces oración, cuando no te mantienes en contacto, en diálogo frecuente con Aquel que te invita a aprender de Él que es Manso, Humilde y Misericordioso, es fácil que reacciones violentamente y caigas en la ira y la venganza.
2. Cuando se llevaron a Jesús, Pedro lo seguía, pero de lejecitos. Cuando no haces oración empiezas a separarte de Dios, a mantener tu distancia, a romper la comunicación. Dices: ‘sí soy católico, pero no mocho’, ‘soy católico, pero no practico’, ‘soy católico, pero no voy a Misa’, ‘a mi modo soy católico’...
3. Cuando señalaron a Pedro como discípulo de Jesús, lo negó tres veces: estaba debilitado por la falta de oración y sucumbió a su miedo y desconfianza. Cuando confías en tus solas fuerzas caes fácilmente en toda clase de tentaciones, el desánimo y la desesperanza.
Nos muestra claramente el Evangelio el contraste entre Jesús que oró y Pedro que no lo hizo. Implícita está la invitación a elegir a cuál de los dos queremos imitar, a Jesús que pudo enfrentar la amarga prueba con entereza y paz, o a Pedro, que por no orar terminó por negar a Su Maestro y llorar...
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra de Dios ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 59).