Lluvia
Alejandra María Sosa Elízaga*
La sequía ha durado demasiado tiempo.
El cauce del río se ha convertido en una hondonada polvorienta; no hay follaje en los árboles, no hay arbustos en la llanura.
La fauna salvaje que habita en esta zona no puede resistir mucho más.
Los monos escarban y escarban la tierra en espera de encontrar alguna raíz que puedan comer; las jirafas mordisquean unas vainas secas en lo alto de los árboles; los animales más pequeños se quedan donde están, acalorados, sedientos, decaídos.
Así pasan los días. Algunos mueren. La situación es desesperante.
Entonces sucede el milagro.
El aire trae aroma de lluvia y allá a lo lejos, en las montañas, se ven unas nubes oscuras que pronto descargan una torrencial tormenta entre rayos y truenos.
Al día siguiente se nota un cambio en el ambiente. Los animales se espabilan, levantan las orejas, escuchan algo que es música para sus oídos: el ruido del agua que se acerca.
Por el lecho reseco del río va avanzando lento pero seguro, un arroyo mezclado con tierra, espeso, chocolatoso, que ocupa las márgenes de lado a lado y va avanzando, como una ola discreta que va poquito a poco ganando terreno y sigue y sigue su curso interminablemente.
En poco tiempo, esa primera agua lodosa va aclarándose, va volviéndose cristalina, va tiñéndose del azul intenso del cielo y se vuelve una fiesta contemplarla pura y refrescante.
Los animales que la han estado mirando inmóviles como no acabando de creer lo que ven sus ojos, por fin se le aproximan.
Los elefantes la chupan con sus trompas y se la echan encima gozando de lo lindo la inesperada ducha; los demás se dedican a desquitar su sed.
Todos se acercan a beber juntos; ninguno se siente amenazado: hay un tácito acuerdo de que no es hora de aprovechar la ocasión para devorar al vecino. El agua lo ha transformado todo.
Esta escena que suele suceder en África viene a la mente cuando uno lee lo que dice el Señor en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 43, 16-21):
"Me darán gloria las bestias salvajes, los chacales y las avestruces, porque haré correr agua en el desierto y ríos en el yermo para apagar la sed de mi pueblo escogido." (Is 43, 20).
La imagen de ríos que corren en la tierra árida se aprecia más cuando se piensa en que el agua es realmente capaz de transformar un desierto en un vergel. Pero no se trata de hacer aquí una reflexión ecológica, sino una comparación espiritual.
En el Salmo dominical dice: "Como cambian los ríos la suerte del desierto, cambia también ahora nuestra suerte, Señor."(Sal 126, 4).
Estamos en el último tramo de la Cuaresma, que ha sido un tiempo de reflexión, de introspección, de visitar nuestros desiertos interiores y reconocer que hay áreas en nuestro corazón que están áridas, resecas, muertas: áreas en las que quizá hace mucho que no reverdece el perdón; áreas que se han ido quedado sin brotes nuevos de comprensión, de tolerancia, de ayuda hacia otros; áreas de las que ya no sacamos ni una gota que mitigue en los demás la sed de amor, de fraternidad, de justicia, de paz, de reconciliación.
Reconocemos nuestra sequía y nos preguntamos si no es demasiado tarde, si aún habrá remedio. Y como respuesta vienen las esperanzadoras palabras que nos dice el Señor en la Primera Lectura: "No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; Yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan? Haré que corran los ríos en la tierra árida..." (Is 43, 18-19).
El Señor nos pide que no nos atoremos en lo que ya pasó, que no nos quedemos instalados en nuestros desiertos, porque Él puede hacer que corran los ríos donde parecía imposible.
La buena noticia que nos trae la Palabra de Dios es que hay esperanza para nosotros porque el Señor tiene el poder para transformar nuestros desolados paisajes interiores en oasis. Sólo se necesita que nos abramos a la acción de Dios en nuestra vida, que dejemos que llueva sobre nosotros Su gracia transformadora, como agua limpia que empape nuestra tierra y la inunde hasta provocar que ahí donde no creíamos que pudiera brotar nada, nos brote el amor, la alegría, la paciencia, la misericordia, como un río caudaloso al que muchos hermanos se puedan acercar y en el que tengan por fin el gozo de abrevar...
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Vida desde la Fe”, Col, ‘Fe y Vida’, vol. 1, Ediciones 72, México, p.112, disponible en Amazon)