La mirada de Dios
Alejandra María Sosa Elízaga*
A un parque cercano acude regularmente un señor con un niño pequeño en uniforme escolar. Se nota que pasó por él a la salida de la escuela y que antes de irse a casa lo lleva a que disfrute de la naturaleza un buen rato.
El señor acostumbra sentarse en una banca y se dedica a mirar a su chamaquito mientras éste se divierte. Da ternura ver con cuánto amor lo ve y qué pendiente está de él. A veces el niño se queda cerquita, echándose por una resbaladilla, pero cuando llegan otros más grandes, el chiquito, tímido, se va a jugar a otra parte y entonces poco a poco se aleja de su papá, aunque éste no lo pierde de vista ni un instante. Y si llega hasta el otro extremo del parque, donde le gusta rodar por una pequeña pendiente de pasto, su papá se levanta y se pone más atento, por si tiene que ayudarlo en algo.
Esta escena vino a mi mente al leer el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 15, 11-32). Se trata de la bellísima parábola del hijo pródigo, esa historia que contó Jesús acerca de un joven que un día le pidió su herencia a su papá y cuando la recibió se fue lejos a malgastarla viviendo como libertino hasta que se quedó en la miseria, tocó fondo, reflexionó que estaba mejor en su hogar y decidió a regresar, a reconocer ante su padre su pecado y a tratar de que lo aceptara de nuevo, aunque fuera en calidad de empleado.
Al narrar este punto, Jesús dijo una frase muy significativa: “estando lejos le vio su padre” (Lc 15,20b), es decir, que cuando aquel joven ya iba a llegar a la casa paterna pero todavía estaba lejos, su papá lo vio, y no por casualidad, sino porque lo había estado esperando, probablemente asomándose todos los días a la ventana a ver si lo veía venir. Y no con intención de decir: '¡en cuanto lo vea va a ver cómo le va a ir!, ¡le voy echar perros rabiosos, le voy a enviar a mis empleados a que lo echen a patadas!, no. Nada de eso.
Lo estaba esperando con una mirada que se conmovería de verlo regresar tan distinto a como se fue: enflaquecido, humillado y en harapos.
Una mirada que miraría en él no al 'destrampado' que enlodó el nombre de la familia y que a él le clavó una daga en el corazón al pedirle su herencia en vida como diciéndole 'para mí estás muerto', no.
Una mirada que sólo sabría verlo como al hijo amado, perdido y recobrado, que volvía necesitado de consuelo.
Una mirada de amor, siempre de amor, nunca de enojo, de amenaza o de venganza. La única mirada con la que Dios mira, lo mismo al que camina bajo Su luz que al que pretende que lo encubra la tiniebla para esconderse de Él (ver Sal 139,11-12).
¡Qué infinita misericordia la del Señor, que nunca se cansa de aguardar el regreso de quien se aleja de Él y cuando lo recupera hace fiesta!
Reflexionaba en que eso de “estando lejos le vio su padre” se puede aplicar a nosotros, cuando nos alejamos, poco o mucho, de Dios.
Él no nos pierde de vista, pero no para tenernos 'checaditos' y luego castigarnos, sino como el papá de aquel niño del parque, con amorosa atención. No importa que a veces, como a ese niño, nos guste rodar cuesta abajo, pero no en el pastito sino en el lodazal del mundo; el Padre no se voltea a otra parte disgustado sino sigue pendiente de nosotros para acudir en nuestro auxilio cuando lo necesitamos, tendiéndonos la mano de mil y un formas (que no siempre captamos y mucho menos agradecemos) para rescatarnos de la soledad a la que nos condenamos cuando pretendemos independizarnos de Él y lo único que conseguimos es sumirnos, como el joven de la parábola, en el desamparo y la desesperanza.
En este cuarto Domingo de Cuaresma, en que ya llevamos un buen trecho caminando como el hijo pródigo, tratando de dejar atrás nuestras rebeldías, errores y caídas, y reorientar nuestros pasos para reconciliarnos con Dios, esperanzados de que nos acepte como los últimos de Sus servidores, nos anima una certeza que aquel joven no tenía: la de saber que el Padre no ha dejado de mirarnos, aunque hayamos estado lejos, y nos espera con los brazos abiertos para aceptarnos de nuevo a Su lado, y no como siervos sino como hijos amados.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida”, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 54, disponible en Amazon).