Penumbra y luz
Alejandra María Sosa Elízaga*
La belleza del Cielo es infinitamente superior al paisaje más bello que pudiéramos hallar en la tierra.
Es lo que han afirmado muchos santos que aseguraron haberlo visitado en una visión, y también lo han dicho personas que sufrieron un paro cardíaco y durante el tiempo que pasó antes de que las revivieran, se vieron a sí mismas en lo que creyeron era la entrada al Cielo, del que alcanzaron a atisbar un paisaje bellísimo que lamentaron tener que dejar. Estos testimonios suelen coincidir en describir que había una luz maravillosa, y que después de haber sido iluminados por ella, este mundo les pareció muy sombrío.
Si acaso esas visiones son ciertas, y el Cielo es luminosísimo, entonces cuando Jesús renunció a los privilegios de Su condición divina, para venir a compartir nuestra condición humana en todo excepto en el pecado (ver Heb 4, 15), renunció a gozar de aquella luz, para venir a compartir la penumbra en que vivimos.
Reflexionaba en esto al leer el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 2, 41-52), que narra una escena muy conocida (pues la rezamos en el quinto Misterio Gozoso: el Niño perdido y hallado en el Templo), y al final dice que Jesús “volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad.”
¿Qué tiene que ver el texto bíblico con lo que mencioné al inicio acerca de la maravillosa luz que hay en el Cielo? Lo relacioné debido a algo que le he oído decir a Mons. Robert Barron (Obispo auxiliar de los Ángeles, Cal): que Jesús, enviado por Su Padre, descendió hasta el extremo, hasta lo que el obispo llama “godforsakenness’, un término muy elocuente que por desgracia no tiene equivalente en español, y que se refiere a un lugar tan remoto y desolado que parecería olvidado por Dios (‘dejado de la mano de Dios’). Dice Mons. Barron que Jesús llegó hasta allá para que cuando alguien quisiera ir hasta allá para alejarse de Dios, no tope con pared, sino con Jesús, con Su abrazo amoroso.
Es hermoso y esperanzador pensar que Jesús nos espera con los brazos abiertos aun en el rincón más lejano, más olvidado, más oscuro, pero cabe considerar lo que implicó esto para Jesús. Tener que abandonar la intensa luz del Cielo y adentrarse voluntariamente, por amor a nosotros, en la mayor tiniebla.
Se comprende así, que cuando Jesús siendo Niño lo llevaron al Templo de Jerusalén, a la dulce luminosidad de la Casa de Su Padre, se sintiera feliz, perdiera la noción del tiempo y no se quisiera ir. Sin embargo el gusto sólo le duró tres días. María y José fueron por Él.
Dice san Lucas que Jesús “volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad.”
Reflexionaba en lo que esto supuso para Él. Tuvo que habituarse a vivir en nuestro mundo penumbroso, y a lidiar con quién sabe cuántas situaciones dolorosas y difíciles, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
No sabemos lo que padeció porque nunca habló de ello.
Lo soportó todo por amor a nosotros, pero nunca nos los echó en cara (a diferencia de nosotros, que cuando hacemos un favor a alguien queremos que se dé cuenta de cuánto nos costó).
Dice una amiga que Jesús es un Caballero, porque nos respeta, no va a donde no es invitado, y nunca entra a fuerza. Cabe añadir otra característica más de Su caballerosidad: no nos deja saber ni nos hace sentir mal por cuánto padeció por nuestra culpa (en el amplio sentido), durante lo que se conoce como su ‘vida oculta en Nazaret’.
Él no lo dijo, pero nada impide que podamos imaginarlo, y no sólo imaginarlo sino relacionarlo con lo que a nosotros nos toca vivir. Podemos estar seguros de que mucho de lo que nosotros enfrentamos y padecemos cotidianamente lo enfrentó y padeció Él. La misma neblina de maldad y pecado que oscurece hoy el mundo, lo oscurecía cuando Jesús vivía en Nazaret.
Así que podemos hacer dos cosas al respecto.
La primera es ofrecerle lo que tengamos que sufrir, sean problemas sencillos cotidianos, o graves dificultades, uniéndolo a lo que Él padeció, sabiendo que nos entiende y que nos puede ayudar a enfrentarlo y superarlo como Él lo enfrentó y superó.
Y, la segunda es: hagamos lo mismo que Él hizo, busquemos ese espacio de gozosa claridad en el que podamos escaparnos de la tiniebla que nos rodea. ¿Dónde? Ante Él, por supuesto, en la Iglesia. No hay lugar más luminoso en este mundo que donde Jesús está realmente Presente, en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, en la Sagrada Eucaristía.
Podemos contemplarlo, adorarlo, alegrarnos con Su resplandor, querer quedarnos allí para siempre y cuando, ni modo, también como Él, tengamos que regresar a casa, podemos pedirle que nos acompañe y que siga iluminándonos el alma.