y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Fin del insulto

Alejandra María Sosa Elízaga*

Fin del insulto

La señora era mayor (de 'juventud acumulada', decía mi mamá) y maniobraba dificultosamente tratando de estacionar un auto viejito y grande; como tardaba se empezó a formar una fila de coches que no podían pasar; comenzaron los claxonazos, algunos maliciosamente repetidos cinco veces seguidas.

Dos amigos con los que venía yo caminando por la banqueta, espontáneamente se pusieron a echarle 'aguas' (¡viene, viene, viene, quebrándose, quebrándose...) hasta que por fin la pobre señora que cada vez estaba más agobiada por el lío que estaba provocando, logró que su coche quedara estacionado y les dio las gracias de todo corazón. En seguida se reanudó el tránsito y entonces, cuando un joven que manejaba una rugiente combi verde pasó junto a la señora, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó: '¡¡¡vieja "&%;#¨*+^^!!!!'

La aludida no respondió; se bajó sonrojada y se alejó cabizbaja.

El asunto fue motivo de reflexión para nosotros. Nos preguntamos ¿qué mueve a una persona a gritarle un insulto a otra que ni siquiera conoce? 

Uno dijo, pues eso, que ni siquiera la conoce. El que insulta así se escuda en el anonimato; piensa: puedo gritarle lo que sea al fin que nunca la voy a volver a ver. Pero esa justificación no se sostiene si consideramos que, como se dice por ahí, 'el mundo es un pañuelo'. ¿Qué tal si el chofer de la combi tiene que ir al hospital y al llegar descubre que la insultada es nada menos que la doctora que lo tiene que atender o la enfermera que le va a sacar sangre o a inyectar?, o ¿qué tal si descubre que es la directora de la escuela en la que inscribió a sus niños?, ah, ¿verdad?, qué susto le daría al ver que lo reconoce y al pensar que ahora ella tiene ¡oportunidad de desquitarse! El desconocido al que se insultó ayer puede convertirse en el conocido resentido que está en posibilidades de vengarse mañana...

El otro amigo dijo que creía que las personas insultan para desahogarse del estrés del tráfico y tranquilizarse. Pero no somos 'barriles' llenos de ira que hay que dejar salir para quedar vacíos. La persona que se la pasa vituperando a los demás dando rienda suelta a su cólera no la disminuye; puede quizá experimentar un cierto desahogo momentáneo (como cuando se destapa una olla hirviendo y escapa algo de vapor), pero no cura el mal, éste sigue ahí, en ebullición, en su interior, y cada vez más arraigado. De seguro todos conocemos gente colérica que estalla a la menor provocación y cuyos estallidos no contribuyen a volverla pacífica sino todo lo contrario, la afianzan en su enojo, la mantienen perpetuamente malhumorada.

Alguien comentó también que quizá uno es capaz de insultar a otro cuando cree que puede hacerlo impunemente. El de la combi no temía que en la esquina se le cerrara un coche de 'guaruras' que bajaran a inquirir amenazadores: '¿a ver repite qué le gritaste a la patrona?', ni que se lo llevara la policía por lanzar improperios en la vía pública. Se fue muerto de risa, sintiéndose muy listo. No pensó que lo que hizo tuviera consecuencias. Se equivocó.

En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa San Pablo nos da a entender que el Espíritu Santo se entristece cuando nos comportamos con aspereza, ira e insultos (ver Ef 4,30-31).

¿Qué significa esto? Que el Espíritu Santo, que habita en nosotros desde nuestro Bautismo y cuyos frutos son, entre otros, amor, paz, paciencia, misericordia, bondad, mansedumbre y dominio propio (ver Gál 5,22-23), se siente triste cuando damos frutos de odio, ira, impaciencia, insultos, maldad y descontrol.

Y ¿por qué se siente triste? Porque conoce las consecuencia de estas actitudes, y son graves. Recordemos que Jesús dijo: "todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal" (Mt 5, 22), y ya sabemos de qué tribunal se trata: aquel en donde nos presentaremos al final de la vida a rendir cuentas, y en el que se usará para juzgarnos la exacta medida de misericordia que nosotros empleamos para juzgar y tratar a los demás. ¡Qué riesgoso y triste desaprovechar en insultos las oportunidades de ejercer la misericordia que necesitaremos algún día!

Ahora bien, cabe mencionar que no se trata simplemente de no 'decir' insultos, sino de corregir lo que los provoca. Y ¿qué los provoca?, la falta de amor. Jesús dice que la boca expresa lo que hay en el corazón (ver Lc 6, 45b), por lo que cabe deducir que el insulto brota de un corazón que desprecia al otro, que lo siente ajeno, inferior, digno de ser maltratado; en cambio, el corazón que ama es incapaz de insultar.

 

Si, por ejemplo, la señora mencionada al inicio hubiera sido abuelita del conductor de la combi y éste la hubiera querido mucho, jamás le hubiera lanzado aquel insulto. Así pues, hay un remedio infalible para dejar de insultar y no consiste sólo en callar lo que se tiene dentro, sino en procurar tener algo distinto; es decir, no reprimir sino transformar, no enterrar sino desterrar todo mal sentimiento para dejar que nos inunde el amor de Dios que nos comunica el Espíritu Santo, Dulce Huésped del alma a quien debemos y podemos alegrar transmitiendo a los demás, con obras y palabras, ese amor que nos da.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “El Regalo de la Palabra”, Colección ‘Fe y Vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 115, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 8 de agosto de 2021 en la pag web y de facebook de Ediciones 72