Santos e irreprochables
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿No te ha pasado que a veces sientes que en tu intento por llevar una vida cristiana te sucede como cuando duermes con un sarape o cobertor demasiado chico que si te cobijas de un lado te descobijas de otro? Así, por ejemplo, en la mañana haces una muy buena acción, pero en la tarde hablas pestes de alguien; un día das ayuda a una persona necesitada, y al día siguiente volteas para otro lado para no tener que echar la mano; en un momento dado logras controlar tu impaciencia pero al poco rato das rienda suelta a tu ira, y así sucesivamente, vas por la vida pasando de la virtud al pecado y del pecado a la virtud; sientes que tu vida de fe es un subir y bajar, bajar y subir que pondría verde de envidia a cualquier montaña rusa, pues también tú te elevas con demasiada lentitud y das el bajón con vertiginosa rapidez.
Si acaso comienzas a creer que nunca vas a poder superar lo malo y a estabilizarte en lo bueno, y tienes la impresión de que lo malo que has acumulado es un lastre del que no lograrás deshacerte, fíjate lo que dice San Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa: que Dios nos eligió "antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a Sus ojos, por el amor" (Ef 1,2).
Y antes de que repeles pensando que ese texto no te anima sino al contrario, te hace pensar con desánimo que estás muuuuuy lejos de ser santo o irreprochable, pon atención y fíjate cómo termina el apóstol la frase: “por el amor”. He ahí la puerta que se abre a la esperanza. Significa que tú, que sientes que tienes demasiados pecados acumulados, demasiadas cicatrices, que caes continuamente y ya has caído demasiadas veces, puedes dejar lo malo detrás y, a pesar de tu pasado, alcanzar la santidad “por el amor”.
Ese “por el amor” puede entenderse de dos maneras: por el amor de Dios, es decir, que puedes llegar a la santidad gracias al amor con que Dios te ama y te perdona y te rescata de tus miserias, y también gracias al amor de Dios que tú recibes y comunicas a los demás (especialmente a quienes no te aman y a quienes más te cuesta amar). Como quien dice si amas, es decir, si vives buscando hacer verdadero bien a los demás, no es demasiado tarde para ti. El amor te santifica, lava tus culpas, deja todo lo malo detrás, te hace santo e irreprochable a los ojos de Dios.
Esto me recuerda algo que leí hace tiempo hojeando una revista de espectáculos mientras hacía fila en un supermercado: no sé qué famoso artista tuvo una idea muy ingeniosa para que ni los reporteros que rodeaban su mansión por tierra ni los que lo hacían desde un helicóptero pudieran tomar fotos de una cena que iba a tener al aire libre en el patio central de su casa. Colocó en puntos estratégicos de la fachada y la azotea unos enormes reflectores dirigidos hacia afuera de modo que quienes enfocaban sus cámaras hacia la casa sólo captaban esas luces deslumbrantes y nada más, lo que había detrás quedaba a contraluz y no salía, no se veía. Quizá se podría decir que el amor es algo semejante: es luminoso (ver Mt 5,16), y su resplandor no deja ver lo que queda detrás, es lo único que atrae la atención, lo que capta la mirada de Dios.
Ahí tenemos el caso de María Magdalena, a quien celebraremos el 22 de julio.
¿Qué sabemos de ella? Desde luego que para averiguarlo no hay que recurrir a una novela o película (cuyo autor no es creyente, no tiene interés en difundir la verdad sino en lucrar con la ignorancia y el morbo de la gente, y no se basó en la Biblia sino en obras cuyos propios autores reconocen que son puro invento).
Para conocer quién fue María Magdalena hay que preguntarle a quienes la conocieron, a sus contemporáneos, es decir, a los autores de los Evangelios. Y ellos ¿qué nos dicen? Por lo pronto, que fue una mujer de la que Jesús expulsó siete demonios (ver Lc 8,2), lo cual implica que estaba profundamente arraigada en el mal y en el pecado, pero ¡ojo! al recordar que fue una gran pecadora no hay afán de desprestigiarla, al contrario, se busca enfatizar cómo a pesar de haber estado verdaderamente caída logró levantarse y llegó a ser, aplicándole las palabras de Pablo: "santa e irreprochable a los ojos de Dios, por el amor".
¿Qué más sabemos de ella? Algo muy bello, que a pesar de sus antecedentes 'poco recomendables' y los muchos pecados que había acumulado en su pasado Jesús la eligió para ser testigo de Su Resurrección (ver Mc 16,9; Jn 20, 11-18), ¿por qué?, por una razón que para nosotros resulta esperanzadoramente simple: porque vio en ella, igual que en Pedro y en Pablo y en cuantos aspiramos a ser amigos de Jesús, un corazón que aceptó rechazar la tiniebla y se dispuso a recibir y a comunicar Su amor.
Esta próxima semana inicia la novena a Santa María Magdalena, a quien la Iglesia celebra el 22 de julio. Encomendémonos a su intercesión. Ella nos comprende bien porque muy probablemente estuvo mucho más dominada por el mal y el pecado de lo que estamos nosotros, y seguramente se sintió más lejos que nosotros de ser “santa e irreprochable”, pero también experimentó antes que nosotros la infinita misericordia del Señor que le tendió una mano que ella supo tomar.
Pidámosle que ore por nosotros para que, como ella, seamos capaces de abrir nuestro corazón al amor del Señor, sepamos irradiarlo a nuestro alrededor y opacar nuestras miserias y las ajenas, con su resplandor.
(Del libro de Alejandra Ma Sosa E “El regalo de la Palabra”, Colección ‘Fe y Vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 102, disponible en Amazon).